miércoles, 29 de octubre de 2008

Anverso literario: Foucault y el poder de la mirada.

20:32

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De sumo interés resulta el trabajo que el filósofo postmoderno frances Michel Foucault realiza en torno al prodigio arquitectónico conocido como el panóptico, creación de otro pensador europeo, el inglés, Jeremy Bentham. El mecanismo que Bentham propuso a principios del siglo XVIII como una cárcel modelo, busca una mejor distribución y organización del espacio a fin de reemplazar las viejas mazmorras representativas del régimen monárquico.

El concepto tras el panóptico (pan/ todos- opticón/observar) es sencillo, se trata de una torre en torno a la cual se encuentran dispuestas celdas que por efecto de la luz y la disposición de sus ventanas y rejas, se vuelve transparente a la mirada del vigilante que puede o no, estar posicionado en cualquiera de las claraboyas del edificio que juega el rol de núcleo y ojo perpetuo.

El hecho de poder, en teoría, prescindir del cuidador ubicado en la torre; se basa en el diseño laberíntico, que en virtud de la disposición de sus recámaras, presenta el interior del edificio central. Estas desembocan en una infinidad de tragaluces, tal como demuestran, los planos originales de Bentham.

En nuestros días, este efecto de unilateralidad en la observación, puede perfeccionarse con vidrios polarizados, lo importante es mantener en alto, el principio de transparencia y visibilidad plena de las celdas, lo cual, como ya se señaló, no se aplica de forma inversa, al puesto de vigilancia. Lo que trae como directa consecuencia, que los recluidos, al no poder ver el rostro de su celador o constatar de manera fehaciente si existe tal vigía, sientan sobre sí, el peso psicológico que implica una virtual y permanente observación. Esto, sumado a la falta de intimidad, termina por dirigir sus conductas y delinear su identidad, tendiendo a la normalización o imposición de una hegemonía y discurso, que grava tanto mente como cuerpo.

Producto de estos efectos psicosomáticos que pueden afectar indistintamente a una globalidad o individuo, es que Foucault encuentra en el diseño, presupuestos políticos y sociológicos que van más allá de la mera disposición del lugar y los cuerpos. El francés se atreve a señalar sin dilación, que este invento es un complemento tecnológico del poder, capaz de integrarse efectivamente al ideario contractualista de Rosseau y otros autores ilustrados, que buscaban por medio de la democracia y formas representativas de gobierno, eliminar la supremacía de un único foco de postestad impuesto en honor a la naturaleza divina y consuetudinaria del regidor. Se busca, una visibilidad integra de los elementos que componen el cuerpo social para así, lograr la legibilidad de las directrices del poder y orden, dejando los puestos de soberanía sin titular. “Que mejor para ejemplificar una distribución imparcial acerca de quien debe vigilar, administrar y castigar, que un mecanismo artificial como el panóptico”.

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En definitiva, lo que podemos destacar del invento de Bentham, tal como señala Foucault, es que lejos de su fin práctico como edificio carcelario, este traspasa a otros ámbitos de encierro y desenvolvimiento del hombre, marcando la organización que sufren hasta nuestros días, los espacios. Ello hace de nuestro mundo, un universo disciplinario que busca regir conductas y normalizar, a través de la aplicación de tecnologías sutiles de vigilancia y castigo. Estas son ordenadas por un centro en función de un discurso o dogma que va en directa relación con las necesidades económicas del sistema. Pensemos no más, en como se organizan los colegios, hospitales, universidades y zonas de trabajo con sus horarios, salas, zonas de detención, patios, murallas, libros de asistencia, himnos e inspectores. Todas formas que el hombre interioriza en su rutina y que de manera subrepticia nos dirigen.

El panóptico y el poder de su mirada permanente, la evaluación, y vigilancia sobre nuestros cuerpos y mentes, seamos o no, conscientes de dicho paradigma y sus implicancias. Foucault sin embargo, no se queda allí, el principio de visibilidad y el panóptico son solo la punta del iceberg, luego la sociedad y los titulares del poder, generarían nuevos mecanismos: controles de natalidad, vacunación, higiene, formas de biopoder que son dignas de ser revisadas pues convivimos con ellas y las asumimos con la mayor naturalidad. Como conclusión, se puede señalar que la obra de Foucault es vigente y de gran pertinencia, sobre todo, si consideramos que el panóptico y cualquier otro mecanismo de biopoder, tal como ha ocurrido con muchas estructuras y maquinarias creadas por el hombre, con un principio rector básico, en este caso, fragmentar la soberanía regia a través de mecanismos artificiales. Más allá de conseguir perpetuar sus fundamentos, demuestran en su ejecución y abuso; el fracaso del racionalismo ilustrado, sobre todo si pensamos en que han sido el sustento de dictaduras y megalómanos. La deposición de un tirano implica la imposición de mil, y el antiguo morbo gótico se traduce en una lucha descarnada, proselitismo que ambiciona con ocupar un puesto, cada vez más elevado en las esferas de la torre central o núcleo de dominio. Los vigilantes se destrozan entre sí y se suman a un juego de intrigas e infidencias que los hacen prisioneros de su ansía de control. Sino basta con pensar en los llamados altos dignatarios, candidatos de gran vocación y los partidos que los apoyan. Lo expuesto de cualquier manera es sólo una aproximación al autor y una parte mínima de su obra. Como pensador, Foucault, nos ha provisto de una nueva y más amplia visión sobre la psiquiatría y la filosofía, traspasando el área de estudio de los pensadores, que por muchos años, se ha centrado en el tiempo, para en otro sentido, recobrar gracias al francés y sus tratados, la preponderancia que merece el espacio y a partir de este, el desarrollo de temas, como la sexualidad, el cuerpo, la identidad, que son sin duda contingentes para cualquier ciudadano, participe y usuario del sistema.

Como tópico universal, la amplia exposición de Foucault en torno al poder y sus manifestaciones, sigue abierta a la reflexión, sobre todo si consideramos que sus ideas han sido actualizadas y retomadas por otros; y aquellas paredes que él mentaba, hoy, tal como lo plantea otro gran pensador francés, Gilles Deleuze, ya no son sólo de concreto, sino virtuales y más que el hacinamiento o detención en un recinto, el presente nos maneja con la exclusión que determina la viabilidad o acceso, ante un simple crédito o password.

Autor: Daniel Rojas Pachas

Publicado en: Cinosargo.


lunes, 27 de octubre de 2008

Mudo

23:58

Allí (…)

reposan muertos, los humildes hijos del silencio,

sonríen,

al fin; hechos un nudo,

sumergidos en su propia isla,

el paisaje de su ayer.

COMPLETO

también ríe (…) en su ínfimo cielo,

A CARCAJADAS – DES-CAS/quetadas

y la (((eclosión))), corona de multitudes

forja la irreal santidad:

TÍSICA

ONANISTA

AUTOCONTEMPLATIVA

Propia de la “general” reprimenda… sí ((((laba)))) de aquellos jóvenes y

EXPLOSivosegos

Los poetas del mundo-novismo “presente”,

difamando a sus padres…

devorando sus restos abortados,

lamiendo las llagas…

de sus cortes autoinfligidos… como hueca, mutante, informe, amante rebelde, genial, periférica guerrera, analfabeta, olvidada letra… que///”romantiza al enemigo”/// y en cualquier intento de performance perfuma_DA, maquilla_DA, encasquetilla_DA…. Se repite ab eternum en el cliche infame del DA_DA a la Mo-DA_DA.

EL LENGUAJE INVISIBLE – IMPRONUNCIBALE – TAN IMBECIL COMO MUDO E INSERVIBLE – “SIGUE SIENDO EL “noble” DESAFÍO”


Autor: Daniel Rojas Pachas.


viernes, 24 de octubre de 2008

Anverso Literario: La dominación ideológica y dogmática en el Señor Presidente

20:55


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El Anonimato y la dominación ideológica y dogmática: El caso del estudiante y el sacristán en el Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias. Es un fragmento aún en etapa de corrección y que corresponde, en mi libro de investigación sobre Cinco autores clave de la literatura Latinoamericana, a un capítulo más extenso dedicado a la obra “El Señor Presidente”, del Guatemalteco Miguel Ángel Asturias. El estudio de este escritor ganador del nobel, ha sido parte importante de los procesos críticos en que he estado trabajando arduamente, el resultado de todo ello, será publicado el 2009, gracias a la obtención del fondo nacional de fomento del libro y la lectura (Fondart) durante el presente año.

En el estudio, se expresan como las formas de dominación psicosomáticas que plantea Foucault en su aproximación al panóptico de Jeremy Bentham (estructura centralizadora del poder que se basa en la vigilancia anónima) consiguen penetrar en el fuero interno de los miembros de una sociedad y una comunidad por entero, condicionando sus esperanzas, miedos y en última instancia, dirigiendo sus destinos, maneras de pensar y constitución de una identidad.

Como apartado de un análisis general que ilustra como en la obra se cumplen los presupuestos del panóptico en torno al condicionamiento de las relaciones interpersonales, políticas y legales, aquí se pretende abordar el concepto de poder y la vigilancia anónima, en su alteración y yugo sobre el plano dogmático. Para ello se toman dos personajes alegóricos, ambos representantes de formas extremas de pensamiento y convicción, podría decirse figuras esteriotipadas pero no por eso menos reales y presentes: el Estudiante anarquista y el sacristán.

—(...) por un delito que cometí por pura equivocación. ¡Figure usté que por quitar un aviso de la Virgen de la O, fui y quité del cancel de la iglesia en que estaba de sacristán el aviso del jubileo de la madre del Señor Presidente! —Pero eso, ¿cómo se supo...? —murmuró el estudiante, mientras que el sacristán se enjugaba el llanto con la punta de los dedos, destripándose las lágrimas en los ojos. —Pues no sé... Mi torcidura... Lo cierto es que me capturaron y me trajeron al despacho del Director de la Policía, quien, después de darme un par de gaznatadas, mandó que me pusieran en esta bartolina, incomunicado, dijo, por revolucionario.

Estos personajes resultan simbólicos dentro de la obra no sólo por que ambos carecen de nombre y mayor descripción, sino por que representan dentro de la sociedad del portal del Señor, dos ideologías y formas de vida contrapuestas. Uno la del estoicismo cristiano y la corderil sumisión del hombre ante designios superiores. La otra muestra el anarquismo racional, la disidencia cáustica.

¿Adonde volver los ojos en busca de libertad? El sacristán: — ¡ A Dios, que es Todopoderoso! El estudiante: —¿Para qué, si no responde? El sacristán: —Porque ésa es Su Santísima voluntad... Es mejor rezar... El estudiante: — ¡Qué es eso de rezar! ¡No debemos rezar! ¡Tratemos de romper esa puerta y de ir a la revolución!"

Son por tanto la representación de dos orbes de poder, el divino representado en la tierra y el temporal, ambos disminuidos ante el eje central, presos y torturados por las causas más inverosímiles: Desacato o denuncia dada por algún enemigo sin rostro, víctimas de una broma cruel o del anhelo de un fanático del ojo anónimo que todo controla, a fin de ganar su beneplácito.

La importancia de estas dos voces en el texto, no es menor, pues en ellas, se personaliza, la dualidad político-religiosa del texto tal como señala Caridad L. Silva de Velázquez: “Un estudio cuidadoso de la obra y sus discursos, demuestra la constante asociación del tema religioso al tema político, y revela además la importancia del primero como complemento del segundo. Ambos constituyen una dualidad temática indivisible que corre en relación paralela a lo largo de la obra, y a la cual se conectan todos los demás elementos de la misma”. De modo que, los diálogos oprimidos de ambos personajes, gozan de un innegable valor comunicativo. Se desenvuelven en forma intercalada al desarrollo de la fábula central y toman un cariz alegórico que debate perspectivas ante el poder: Resignación y resistencia.

Indistintamente, las dos vertientes reaccionarias ante el porvenir, sufren la misma suerte, incomunicación y vigilancia. Y su participación, va nutriendo las connotaciones omnipotentes y omnipresentes de lo que para unos es un dictador, caudillo despótico y para otros, un esperpéntico Dios terrenal, figura mítica encarnada por el Señor Presidente y sus facultades omnímodas.

Estos ricos parlamentos y debates entre el estudiante y el sacristán, permiten también vincular discursivamente, todos los recursos de estilo que en la obra, van poblando la atmósfera novelesca con ironía. Las alusiones a la tergiversación moral de esta variopinta irrealidad incluyen el Lupanar de Doña Chon, espacio que antes ocupó el papel de un convento y actualmente es frecuentado por Altos Militares e incluso ligado al pasado amoroso del Presidente, características que coinciden con la umbría y mundana constitución de la catedral y el portal del Señor, hogar de los irresponsables y dementes, que esgrimen un discurso que Asturias maneja a través de figuras fónicas que le permiten comparar al Pelele, el idiota del pueblo con Cristo: I.N.R.Idiota, o configurar la caída gradual y deformante del Ángel bello y malo como Satán, la disolución de su identidad nos presenta en un comienzo a un sicario, mano derecha del regidor, que culmina como un despojo que desaparece por desafiar a su oscuro Demiurgo o en términos seculares, al rechazar los mandatos de aquel que plenipotenciario, ocupa el orden jerárquico superior en la torre del panóptico.

Es importante destacar en este par, Sacristán y Anarquista un diálogo que tienen una vez libres y contemplando las ruinas Apocalípticas del Portal del Señor, esa conversa cierra el libro, y demuestra como la vigilancia y anonimato repercute sobre el cuerpo de los castigados pero también penetra en sus consciencias temerosas de volver a caer presas del castigo y la incomunicación. La actitud del Sacristán es demostrativa:

—No les bastó pintar el Portal a costillas de los turcos; para que la protesta por el asesinato de el de la mulita no dejara lugar a dudas, había que echar abajo el edificio... —Deslenguado, vea que nos pueden oír. ¡Cállese, por Dios! Eso no es cierto...

Aquel miedo que invoca a Dios como último recurso del pueblo y su resignación encarnada en el hombre de fe, se complementa con la imagen que presencia el estudiante al llegar a su hogar y ver a su madre suplicando con rosario en mano y de forma reverencial, producto de este purgatorio mundano.

El estudiante llegó a su casa, situada al final de una calle sin salida y, al abrir la puerta, cortada por las tosecitas de la servidumbre que se preparaba a responder la letanía, oyó la voz de su madre que llevaba el rosario: —Por los agonizantes y caminantes... Porque reine la paz entre los Príncipes Cristianos... Por los que sufren persecución de justicia... Por los enemigos de la fe católica... Por las necesidades sin remedio de la Santa Iglesia y nuestras necesidades... Por las benditas ánimas del Santo Purgatorio...

Efecto dogmático e ideológico, que impone el poder vigilante del Oscuro Dios Terrenal. Ante semejante callejón sin salida, el único paliativo seguro para los ignorantes habitantes de la periferia, es la piedad muda y etérea del otro Dios.

Autor: Daniel Rojas Pachas

Publicado en: Cinosargo



BATRACOMIOMAQUIA

16:25

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HOMERO


BATRACOMIOMAQUIA
O LUCHA DE LAS RANAS CON LOS RATONES




CANTO ÚNICO

Al comenzar esta primera página, ruego al coro del Helicón que venga a mi alma para entonar el canto que recientemente consigné en las tablas, sobre mis rodillas —una lucha inmensa, obra marcial llena de bélico tumulto— deseando que llegue a oídos de todos los mortales cómo se distinguieron los ratones al atacar a las ranas, imitando las proezas de los gigantes, hijos de la tierra. Tal como entre los hombres se cuenta, su principio fue del siguiente modo:

Un ratón sediento, que se había librado del peligro de una comadreja, sumergía su ávida barba cerca de allí, en un lago, y se refocilaba con el agua dulce como la miel cuando le vio una vocinglera rana, que en el lago tenía sus delicias y le habló de esta suerte:

—Forastero, ¿quién eres? ¿De dónde viniste a estas riberas? ¿Quién te engendró? Dímelo todo sinceramente: no sea que yo advierta que mientes. Si te considerare digno de ser mi amigo, te llevaré a mi casa y te haré muchos y buenos presentes de hospitalidad. Yo soy Hinchacarrillos y en el lago me honran como perpetuo caudillo de las ranas: crióme mi padre Lodoso y me dio a luz Reinadelasaguas, que se había juntado amorosamente con él a orillas del Erídano. Pero noto que también eres hermoso y fuerte, más aún que los otros; y debes de ser rey portador de cetro y valeroso combatiente en las batallas. Mas sea, declárame pronto tu linaje.

—¿Por qué me preguntas por mi linaje? Conocido es de todos los hombres y dioses y hasta de las aves que vuelan por el cielo. Yo me llamo Hurtamigas, soy hijo del magnánimo Roepán y tengo por madre a Lamemuelas, hija del rey Roejamones. Pero, ¿cómo podrás conseguir que sea tu amigo, si mi naturaleza es completamente distinta de la tuya? Para ti la vida está en el agua, mas yo acostumbro roer cuanto poseen los hombres: no se me oculta el pan floreado que se guarda en el redondo cesto; ni la gran torta rociada de sésamo; ni la tajada de jamón; ni el hígado, dentro de su blanca túnica; ni el queso fresco, de dulce leche fabricado; ni los ricos melindres, que hasta los inmortales apetecen; ni cosa alguna de las que preparan los cocineros para los festines de los mortales, echando a las ollas condimentos de toda especie.

Jamás huí de la gritería horrenda de las batallas, sino que siempre me encamino hacia el tumulto y pronto me mezclo con los combatientes más avanzados. No me espanta el hombre con su gran cuerpo, pues encaramándome a la cama en que reposa le muerdo la punta del dedo y hasta le cojo por el talón sin que le venga ningún dolor ni le desampare el dulce sueño mientras yo le muerdo. Dos son los enemigos de quienes en gran manera lo temo todo en toda la tierra: el gavilán y la comadreja, que me causan terribles pesares; y también el luctuoso cepo, donde se oculta traidora muerte. Pero temo mucho más a la comadreja, que es fortísima y, cuando me escondo en un agujero, al mismo agujero va a buscarme. No como rábanos, ni coles, ni calabazas ni me nutro de verdes acelgas ni de apio; que estos son vuestros manjares, alimentos propios de los que habitáis en la laguna.

A estas razones Hinchacarrillos contestó sonriendo: —¡Oh forastero! Mucho te envaneces por lo del vientre; también las ranas tenemos muy muchas cosas admirables de ver, así en el lago como en la tierra firme. Pues el Cronión nos dio un doble modo de vivir y podemos saltar en la tierra y zambullir nuestro cuerpo en el agua, habitando moradas que de ambos elementos participan. Si quieres comprobarlo, muy fácil te ha de ser: monta sobre mi espalda, agárrate a mí para que no resbales y llegarás contento a mi palacio. Así dijo; y le presentó la espalda. El otro, subiendo al punto con fácil salto, asióse con las manos al tierno cuello. Y al principio regocijábase contemplando los vecinos puertos y deleitándose con el nado de Hinchacarrillos; mas, así que se sintió bañado por las purpúreas olas, brotáronle copiosas lágrimas y, tardíamente arrepentido, se lamentaba y se arrancaba los pelos, apretaba con sus pies el vientre de la rana, le palpitaba el corazón por lo insólito de la aventura y anhelaba volver a tierra firme; y en tanto el glacial terror le hacía gemir horriblemente. Extendió entonces la cola sobre el agua, moviéndola como un remo, y, mientras pedía a las deidades que le dejaran arribar a tierra firme, iban bañándolo las purpúreas ondas. Gritó, por fin, y estas fueron las palabras que profirió su boca:

—No fue así ciertamente como llevó sobre los hombros la amorosa carga el toro que, al través de las olas, condujo a Creta la ninfa Europa; como, nadando me transporta a mí sobre los suyos esta rana que apenas levanta el amarillo cuerpo entre la blanca espuma.

De súbito apareció una hidra, con el cuello erguido sobre el agua ¡Amargo espectáculo para entrambos! Al verla, sumergióse Hinchacarrillos, sin parar mientes en la calidad del compañero que, abandonado, iba a perecer. Fuese, pues, la rana a lo hondo del lago y así evitó la negra muerte. El ratón, al soltarlo la rana, cayó en seguida de espaldas sobre el agua; y apretaba las manos; y, en su agonía, daba agudos chillidos. Muchas veces se hundió en el agua, otras muchas se puso a flote coceando; pero no logró escapar a su destino. El pelo, mojado, aumentaba aún más su pesantez. Y pereciendo en el agua, pronunció estas palabras:

—No pasará inadvertido tu doloso proceder, oh Hinchacarrillos, que a este náufrago despeñaste de tu cuerpo como de una roca. En tierra, oh muy perverso, no me vencieras ni en el pancracio, ni en la lucha, ni en la carrera; pero te valiste del engaño para tirarme al agua. Tiene la divinidad un ojo vengador, y pagarás la pena al ejército de los ratones sin que consigas escaparte.

Diciendo así, expiró en el agua. Mas acercó a verlo Lameplatos, que se hallaba en el blando césped de la ribera; y, profiriendo horribles chillidos corrió a participarlo a los ratones. Así que éstos se enteraron de la desgracia, todos se sintieron poseídos de terrible cólera. En seguida ordenaron a los heraldos que al romper el alba convocaran a junta en la morada de Roepán, padre del desdichado Hurtamigas, cuyo cadáver aparecía tendido de espaldas en el estanque, pues el mísero ya no se hallaba próximo a la ribera, sino que iba flotando en medio del ponto. Y cuando, al descubrirse la aurora, todos acudieron diligentes, Roepán, irritado por la suerte de su hijo, se levantó el primero y les dijo estas palabras:

—¡Oh amigos! Aunque a mí solo me han hecho padecer las ranas tantos males, la actual desventura a todos nos alcanza. Soy muy desgraciado, puesto que perdí tres hijos. Al mayor lo mató la odiosísima comadreja, echándole la zarpa por un agujero. Al segundo lleváronlo a la muerte los crueles hombres, con novísimas artes, inventando un lígneo armadijo que llaman ratonera y es la perdición de los ratones. Y el que era mi tercer hijo, tan caro a mi y a su veneranda madre, lo ha ahogado Hinchacarrillos, conduciéndolo al fondo de la laguna. Mas, ea, armaos y salgamos todos contra las ranas, bien guarnecido el cuerpo con las labradas armaduras.

Diciendo semejantes razones, a todos les persuadió a que se armaran; y a todos los armó Ares, que se cuida de la guerra. Primeramente ajustaron a sus muslos, como grebas, vainillas de verdes habas bien preparadas, que entonces abrieron y que durante la noche habían roído de la planta. Pusiéronse corazas de pieles con cañas, que ellos mismos habían dispuesto con gran habilidad, después de desollar una comadreja. Su escudo consistía en una tapa de las que llevan en el centro los candiles; sus lanzas eran larguísimas agujas, broncínea labor de Ares; y formaba su morrión una cáscara de guisante sobre las sienes.

Así se armaron los ratones. Las ranas, al notarlo, salieron del agua y, reuniéndose en cierto lugar, celebraron consejo para tratar de la perniciosa guerra. Y mientras inquirían cuál fuera la causa de aquel levantamiento y de aquel tumulto, acercóseles un heraldo con una varita en la mano —Penetraollas, hijo del magnánimo Roequeso— y les anunció la funesta declaración de guerra, hablándoles de esta suerte: —¡Oh ranas! Los ratones os amenazan con la guerra y me envían a deciros que os arméis para la lucha y el combate, pues vieron en el agua a Hurtamigas, a quien mató vuestro rey Hinchacarrillos. Pelead, pues, los que más valientes seáis entre las ranas.

Diciendo así, les declaró el mensaje. Su discurso penetró en todos los oídos y turbó la mente de las soberbias ranas. Y como ellas increparan a Hinchacarrillos, éste se levantó y les dijo:

—¡Amigos! Ni he dado muerte al ratón, ni le he visto perecer. Debió de ahogarse mientras jugaba a orillas del lago, imitando el nadar de las ranas; y los perversos me acusan a mí que soy inocente. Mas, ea, busquemos de qué manera nos será posible destruir los pérfidos ratones. Voy a deciros la que me parece más conveniente. Cubramos el cuerpo con las armas y coloquémonos todos en los bordes más altos de la ribera, en el lugar más abrupto; y cuando aquéllos vengan a atacarnos, asgamos por el casco a los que a nosotros se aproximen y echémoslos prestamente al lago con sus mismas armaduras. Y después que se ahoguen en el agua, pues no saben nadar, erigiremos alegres un trofeo que el ratonicidio conmemore.

Diciendo así, a todos les persuadió a que se armaran. Cubrieron sus piernas con hojas de malva; pusiéronse corazas de verdes y hermosas acelgas, transformaron hábilmente en escudos unas hojas de col; tomaron a guisa de lanza sendos juncos, largos y punzantes; y cubrieron su cabeza con yelmos que eran conchas de tenues caracoles. Vestida la armadura, formáronse en lo alto de la ribera, blandiendo las lanzas, llenos de furor.

Entonces Zeus llamó a las deidades al estrellado cielo y, mostrándoles toda la batalla y los fuertes combatientes, que eran muchos y grandes y manejaban luengas picas —como si se pusiera en marcha un ejército de centauros o de gigantes— preguntó sonriente "¿Cuáles dioses auxiliarán a las ranas y cuáles a los ratones?" Y dijo a Atenea:

—¡Hija! ¿Irás por ventura a dar auxilio a los ratones, puesto que todos saltan en tu templo, donde se deleitan con el vapor de la grasa quemada y con manjares de toda especie?

—¡Oh padre! Jamás iré a prestar mi auxilio a los afligidos ratones, porque me han causado multitud de males, estropeando las diademas y las lámparas para beberse el aceite. Y aun me atormenta más el ánimo otra de sus fechorías: me han roído y agujereado un peplo de sutil trama y fino estambre que tejí yo misma; y ahora el sastre me apremia por la usura —¡situación horrible para un inmortal!— pues tomé al fiado lo que necesitaba para tejer y ahora no sé como devolverlo. Mas ni aun así querré auxiliar a las ranas, que tampoco tienen ellas sano juicio: pues recientemente, al volver de un combate en que me cansé mucho, me hallaba falta de sueño y no me dejaron pegar los ojos con su alboroto; y estuve acostada, sin dormir y doliéndome la cabeza, hasta que cantó el gallo. Ea, pues, oh dioses, abstengámonos de darles nuestra ayuda: no fuese que alguno de vosotros resultase herido por el punzante dardo, pues combatirán cuerpo a cuerpo, aunque una deidad se les oponga; y gocémonos todos en contemplar desde el cielo la contienda.

Así dijo. Obedeciéronla los restantes dioses y todos juntos se encaminaron a cierto paraje. Entonces los cínifes preludiaron con grandes trompetas el fragor horroroso del combate; y Zeus Cronida tronó desde el cielo, dando la señal de la funesta lucha.

Primeramente Chillafuerte hirió con su pica a Lamehombres, que se hallaba entre los más avanzados luchadores, clavándosela en el vientre, en medio del hígado: el ratón cayó boca abajo, se le mancharon las tiernas crines, y, al venir a tierra con gran ruido, las armas resonaron sobre su cuerpo. Después Habitagujeros, como alcanzara a Cienolento, le hundió en el pecho la robusta lanza: hizo presa en el caído la negra muerte y el alma le voló del cuerpo. Acelguívoro mató a Penetraollas, tirándole un dardo al corazón, y en la propria orilla mató también a Roequeso.

Comepan hirió en el vientre a Muchavoz, que cayó boca abajo y el alma le voló de los miembros. Gozalago al ver que Muchavoz se moría, adelantóse e hirió a Habitagujeros en el delicado cuello con una piedra como de molino y a éste la oscuridad le veló los ojos.

Grandemente apesarado Albahaquero hirió al ratón con el aguzado junco, sin que luego se le acercara para recobrar la lanza. Así que lo vio Lamehombres, dirigióle un brillante dardo y no le erró, pues se lo clavó en el hígado. Y como viera que Comecosto huía, cayóse al pie de la elevada orilla. Pero ni aun así cesó de luchar, sino que le hirió; y éste vino al suelo para no levantarse más; tiñóse el lago con la purpúrea sangre y el ratón quedó en la ribera envuelto en las delgadas cuerdas de sus intestinos.

Juncalero, al ver a Taladrajamones, entró en gran temor, tiró el escudo y huyó, echándose de un salto en el agua. El irreprensible Reposaenelcieno mató a Pastinascívoro y Gozaenelagua dio muerte al rey Roejamones, hiriéndole con un canto en la parte superior de la cabeza: el cerebro le fluía al ratón por la nariz y la tierra se manchaba de sangre.

Lameplatos mató al irreprensible Reposaenelcieno, acometiéndole con la lanza; y a éste la obscuridad le veló los ojos. Puerrívoro, al verlo, cogió por el pie a Oliscasado y, apretándole con la mano el tendón, lo ahogó en el lago.

Ladrondemigajas quiso vengar a su difunto compañero e hirió a Puerrívoro en el vientre, en medio del hígado: cayó a sus pies la rana y el espíritu de la misma fuese al Hades. Andaentrecoles, cuando lo vio, tiróle desde lejos un puñado de cieno, que le manchó el rostro y por poco no le ciega.

Encolerizóse el ratón y cogiendo con su robusta mano una enorme piedra que había en la llanura, verdadera carga de la tierra, con ella hirió a Andaentrecoles debajo de las rodillas: quebróse toda la pierna derecha de la rana, y cayó ésta de espaldas en el polvo. Vocinglero acudió en su auxilio y, acometiendo a Ladrondemigajas, le hirió en medio del vientre: envasóle todo el aguzado junco y, al arrancarle la pica con su robusto brazo, todos los intestinos se desparramaron por el suelo.

Y así que lo vio en lo alto de la ribera Habitagujeros —el cual, hallándose sumamente abatido, se retiraba del combate cojeando— saltó a un foso para escapar de la horrible muerte. Roepán hirió en la extremidad del pie a Hinchacarrillos; y éste, afligido, diose en seguida a la fuga y saltó el lago.

Alguívoro, cuando le vio caído y casi exánime, abrióse paso por entre los combatientes delanteros y acometió a Roepán con el aguzado junco, mas no logró romperle el escudo y en éste se quedó clavada la punta de la pica. Pero le hirió en el eximio casco de cuádruple penacho, haciéndose émulo del propio Ares, el divinal Catorégano, único combatiente que sobresalía entre la muchedumbre de las ranas. Mas arremetieron contra él y, al verlo, no se atrevió a esperar a los esforzados héroes y fue a sumergirse en lo profundo del lago.

Figuraba entre los ratones el mancebo Robaparte, señalado entre todos e hijo del irreprensible Roedor que acecha el pan. Roedor fue a su casa y mandó a su hijo que interviniera en el combate, y éste aseguró, braveando, que había de exterminar el linaje de las ranas. Púsose cerca de ellas con ganas de combatir reciamente; rompió por la mitad una cáscara de nuez y armóse metiendo las manos en ambos fragmentos. Temerosas las ranas fuéronse todas al lago. Y aquél hubiera llevado a cabo su propósito, pues su fuerza era grande, si no lo hubiese advertido en seguida el padre de los hombres y de los dioses. El Cronión se compadeció entonces de las ranas, que perecían, y, moviendo la cabeza, dijo de esta suerte:

—¡Oh dioses! Grande es la hazaña que van a contemplar mis ojos. Muy perplejo me dejó Robaparte al gloriarse fieramente de que ha de destruir las ranas en el lago. Mas enviemos cuanto antes a Palas, que produce el tumulto de la guerra, o a Ares, para que lo aparten de la batalla no obstante su valentía.

Así se expresó el Cronida, y Ares contestóle diciendo: —Ni el poder de Atenea ni el de Ares bastarán, oh Cronida, para librar a las ranas de la perdición horrenda. Mas, ea, vayamos en su auxilio todos juntos o mueve tu arma con la cual mataste a los titanes, que eran con mucho los mejores de todos; y de esta manera quedará domeñado el más valiente, como en otro tiempo hiciste perecer al robusto varón Capaneo, al gran Enceladonte y a las feroces familias de los Gigantes. Así dijo; y el Cronida arrojó el brillante rayo. Primeramente despidió un trueno, que hizo estremecer el vasto Olimpo, y en seguida lanzó el rayo —temible arma de Zeus— que voló, serpeando, de la soberana mano. Su caída a todos les causó pavor, así a las ranas como a los ratones; mas no por eso abandonó el combate el ejército de estos últimos, que hubiera esperado aún más que antes destruir el linaje de las belicosas ranas, si Zeus, compadeciéndose de ellas desde el Olimpo, no les hubiera enviado prestamente auxiliares.

De pronto se presentaron unos animales de espaldas como yunques, de garras corvas, de marcha oblicua, de pies torcidos, de bocas como tijeras, de piel crustácea, de consistencia ósea, de lomos anchos y relucientes, patizambos, de prolongados labios, que miraban por el pecho y tenían ocho pies y dos cabezas, indomables: eran cangrejos, los cuales se pusieron a cortar con sus bocas las colas, pies y manos de los ratones, cuyas lanzas se doblaban al acometer a los nuevos enemigos.

Temiéronles los tímidos ratones y, cesando en su resistencia, se dieron a la fuga. Y al ponerse el sol, terminó aquella batalla que había durado un solo día.




miércoles, 22 de octubre de 2008

Las Moscas de Sartre

22:10

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LAS MOSCAS

(Texto completo en Cinosargo Revista Literaria)

Drama en tres actos

A CHARLES DULLIN
en prueba de agradecimiento y amistad


PERSONAJES

JÚPITER

ORESTES

EGISTO

EL PEDAGOGO

PRIMER GUARDIA

SEGUNDO GUARDIA

EL GRAN SACERDOTE

ELECTRA

CLITEMNESTRA

UNA ERINIA

UNA JOVEN

UNA VIEJA

HOMBRES Y MUJERES DEL PUEBLO

ERINIAS

SERVIDORES

GUARDIAS DEL PALACIO

Esta obra fue estrenada en el Teatro de la Cité (Dirección Charles Dullin) por los señores Charles Dullin, Joffre, Paul Cetly, Jean Lannier, Norbert, Luden Arnaud, Marcel d'Orval, Bender y las señoras Perret, Olga, Dominique, Cassan.


ACTO I

Una plaza de Argos. Una estatua de Júpiter, dios de las moscas
y de la muerte. Ojos blancos, rostro embadurnado de sangre.

ESCENA I

Entran en procesión VIEJAS vestidas de negro, y hacen libaciones delante de la estatua. Al fondo, un IDIOTA sentado en el suelo. Entran ORESTES y el PEDAGOGO, luego JÚPITER.

ORESTES.— ¡Eh, buenas mujeres!

Todas las VIEJAS se vuelven lanzando un grito.

EL PEDAGOGO.— ¿Podéis decirnos?...

Las VIEJAS escupen al suelo dando un paso atrás.

EL PEDAGOGO.— Escuchad, somos viajeros extraviados. Sólo os pido una indicación.

Las VIEJAS huyen dejando caer las urnas.

EL PEDAGOGO.— ¡Viejas piltrafas! ¿No se diría que me derrito por sus encantos? ¡Ah, mi amo, qué viaje agradable! Y qué buena inspiración la vuestra de venir aquí cuando hay más de quinien­tas capitales, tanto en Grecia como en Italia, con buen vino, po­sadas acogedoras y calles populosas. Parece que estos montañeses nunca han visto turistas: cien veces he preguntado por el camino en este maldito caserío que se achicharra al sol. Por todas partes los mismos gritos de espanto y las mismas desbandadas, las pe­sadas carreras negras por las calles enceguecedoras. ¡Puf! Estas calles desiertas, el aire que tiembla, y este sol... ¿Hay algo más siniestro que el sol?

ORESTES.— He nacido aquí...

EL PEDAGOGO.— Así parece. Pero en vuestro lugar, yo no me jac­taría de ello.

ORESTES.— He nacido aquí y debo preguntar por mi camino como un viajero. ¡Llama a esa puerta!

EL PEDAGOGO.— ¿Qué esperas? ¿Que os respondan? Mirad un poco esas casas y decidme qué parecen. ¿Dónde están las ventanas?, Las abren a patios bien cerrados y bien sombríos, me lo imagino, y vuelven el trasero a la calle... (Gesto de ORESTES) Está bien. Llamo, pero sin esperanza.

Llama. Silencio. Llama de muevo; la puerta se entreabre.

UNA VOZ.— ¿Qué queréis?

EL PEDAGOGO.— Una sencilla pregunta. ¿Sabéis dónde vive...? La puerta vuelve a cerrarse bruscamente.

EL PEDAGOGO.— ¡Idos al infierno! ¿Estáis contento, señor Orestes, y os basta la experiencia? Puedo, si queréis, llamar a todas las puertas.

ORESTES.— No, deja.

EL PEDAGOGO.— ¡Toma! Pero si aquí hay alguien. (Se acerca al IDIOTA.) ¡Señor mío!

EL IDIOTA.— ¡Eh!

EL PEDAGOGO (nuevo saludo).— ¡Señor mío!

EL IDIOTA.— ¡Eh!

EL PEDAGOGO.— ¿Os dignaréis indicarnos la casa de Egisto?

EL IDIOTA.— ¡Eh!

EL PEDAGOGO.— De Egisto, el rey de Argos.

EL IDIOTA.— ¡Eh! ¡Eh!

JÚPITER pasa por el fondo.

EL PEDAGOGO.— ¡Mala suerte! El primero que no se escapa es idiota (JÚPITER vuelve a pasar). ¡Vaya! Nos ha seguido hasta aquí.

ORESTES.— ¿Quién?

EL PEDAGOGO.— El barbudo.

ORESTES.— Estás soñando.

EL PEDAGOGO.— Acabo de verlo pasar.

ORESTES.— Te habrás equivocado.

(Texto completo en Cinosargo Revista Literaria)




sábado, 18 de octubre de 2008

Semblanzas Profundas: Las Moscas de Sartre.

22:35

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Dentro de las interesantes revisiones que se han hecho de los mitos griegos encontramos la perspectiva existencialista que el filosofo francés Jean Paul Sartre dio a la historia de Electra en su pieza dramática Las Moscas. Antes de referirme a esta versión publicada en el periodo de postguerras, durante el siglo recién pasado, es importante recordar los hechos que acompañan a esta heroína desgraciada que previamente fuese retratada desde múltiples miradas, por los más importantes escritores de tragedia griegos, Esquilo, Euripides y Sófocles.

La agónica vida de esta humillada hija de reyes, nos habla en primer lugar de su padre y la gloriosa gesta que Agamenón, el rey Atreida, emprendiese ante el rapto de la bella Helena, a manos del príncipe troyano Paris. Al ser regidor plenipotenciario de los Aqueos y hermano de Menéalo (el esposo ofendido) tanto por una obligación fraterna como por ambiciones expansionistas, Agamenón debió acompañar y liderar las huestes, Griegas siendo parte agonal dentro de una de las empresas bélicas más trascendentales en la formación cultural y social de occidente.

La guerra lo enfrentaría a Príamo y a su legendario hijo Héctor, el domador de Caballos. El épico canto de Homero, La Iliada nos entrega pormenores sobre el actuar de Agamenón y detalla la astucia de Ulises en otra de sus obras cumbres, la Odisea, en la cual el rey griego, no deja de jugar un papel importante al interactuar con el navagente de Ítaca en su descenso a los infiernos y narrarle su infausta suerte y educarlo sobre la responsabilidad vital del hombre en su trato con los otros y su comunidad.

Empero, los hechos que desencadenan la historia de Electra, ocurren fuera del campo de batalla y lejos del terreno de las aventuras míticas, mas bien en la intimidad familiar. Una vez triunfante y de regreso al hogar, en lugar de un cálido recibimiento y loas, el Rey nieto de Pelope, encuentra el frío toque de la traición, siendo asesinado de forma falaz a manos de su mujer Clitemnestra y el amante de la misma, el conspirador Egisto.

Las formas en que se comete el asesinato, cuanta responsabilidad cabe a Egisto o Clitemnestra en el hecho de sangre y las causas: “celos y despecho hacia Cassandra, amante de Agamenón obtenida como botín de guerra, meras ansías de poder, o venganza por el sacrificio de su hija Ifigenia en honor a los Dioses”, cambia de acuerdo al autor que toma el mito. Lo que no varía es el resultado del crimen y la suerte que corren dos de sus hijos, Orestes y Electra, a Crisótemis no la menciono, por su escasa participación y por el tratamiento indulgente que se le hado con respecto a su visión del crimen materno. En cambio el varón y menor de los cuatro hijos, Orestes y la fiel y vengativa Laódice, mejor conocida como Electra, encierran una preponderancia mítica e incluso psicoanalítica en cuanto a su actuar matricida.

Del comportamiento de la última se desprende la teoría de Jung sobre el complejo de Electra, par opuesto al planteado por Freud para el desarrollo de la sexualidad del varón en base a la tragedia del Tebano Edipo.

Mas volviendo al tema que nos llama, lo que en definitiva cuentan las versiones mayoritarias en torno a la suerte de los herederos de Agamenón, si bien varía en el trato y estilo de cada dramaturgo, se mantiene dentro de ciertos límites que podemos detallar brevemente. Orestes fue salvado de ser muerto siendo un infante, en algunos casos por la misma Electra en otros por una nodriza fiel. La amenaza que se cernía sobre su inocente ser, eran las ínfulas del maquiavélico Egisto, que había planeado eliminar la descendencia de su enemigo para evitar se cumpliera la profecía de su muerte y la de su cómplice, a manos de los hijos de está.

Una vez seguro en el monte Parnaso, donde el rey Estrofio se hizo cargo de criarlo, Orestes madura y se vuelve un campeón, y una vez cumplida la mayoría de edad, impelido por el oráculo de Delfos, retorna para cumplir su violento sino, reencontrar a su hermana y liberarla de su humillación. El haberse convertido a vista y paciencia de la madre en una sirvienta del nuevo reino, en otros casos su rol es el de una exiliada del hogar paterno que debe ver con humildad y resignación el adulterio materno.


Situación ominosa que sufre un quiebre una vez que se reúnen los hermanos, pues maquinada su extrema reposición de justicia, la pérfida esposa y madre y su ladino amante se vuelven el blanco de un sangriento ataque, Orestes y Electra de esta forma pasan a ser instrumentos de una justicia primitiva, fraguada por los Dioses y terminan como seres culposos, perseguidos por las Erinias, personificaciones femeninas de la venganza, que acechaban de manera perenne a los criminales. Como una metáfora viva y tormentosa de la conciencia, los hermanos, cualquiera sea la versión griega revisada, aceptan estoicos el acoso de estos espíritus esperpénticos como pago a su destino infame. El predeterminismo de los dioses se traduce en un vagar que acepta el crimen como un acto consciente pero jamás libre, pues a este, nunca se pudieron oponer con voluntad férrea. El acto como las consecuencias se asumen producto de un poder superior, la sumisión se comparte como un acto de mala fe para el cual se nace, en términos naturalistas, ellos heredaron la culpa de sus progenitores para sucederla y preservarla hasta el fin de sus días y el comienzo de los que vendrán a reemplazarlos, pues Orestes luego de su crimen y expiaciones, iniciaría relaciones con una descendiente de Egisto, a la cual a su vez él deberá matar, para no repetir el error del asesino de su propio padre: Dejar respirando un vástago del enemigo.


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En este caso como en el de la tragedia Edípica, la fuerza del destino es el principal actante opositor de los protagonistas, una fuerza inconmensurable y omnipotente que desde su mirada existencial, Sartre logra re-edificar a fin de exponer su pensamiento humanista y liberador. En las Moscas queda patente su intención existencial en los diálogos de gran retórica que sostiene su versión de Orestes contra Zeuz, desafiando la voluntad patriarcal y esclavizante de un demiurgo que controla el destino y esperanza de sus súbditos de manera esencialista, por otra parte, están los monólogos finales de su diseño del personaje, que a diferencia del quedo y determinista de los griegos, acepta la responsabilidad plena de su crimen.

Antes de ese acto que le da sustancia por voluntad propia, Orestes se reconoce un títere, un ser sin conciencia arrastrado como una pluma por fuerzas externas, una guiñapo que delega culpas y excusas frente a cada acto realizado otorgando voz y poderío a motores inmóviles o mecanismos de decisión comunitaria instauradores y seguidores de normas.

La mera imposición de fuerzas foráneas, sea cual sea el origen de estas, sucumbe al interior del texto, su majestad es aplacada ante el grito personalísimo de emancipación del protagonista, su actuar en todo caso, se torna indeterminado y absurdo para sus pares, pero consecuente y veraz consigo, con su existencia que finalmente tiene un camino propio y verdadero que deberá desde ese momento en que se capta a si mismo continuar como una edificación perpetua. E ahí, la carga de existir para Sartre, y que Orestes descubre. Se trata de la agotadora tarea de definirse, solo, libre y responsable, día y a día. Podríamos en otras palabras decir que el Orestes de Sartre, tras su crimen, vuelve a nacer, o nace verdaderamente para sí, para como él se desea y realiza al abrazar su individualidad, su condición humana y precaria; pensar y sentir sin barreras, en que todo acto resulta vinculante, pues es una elección a comunicar a los otros, aquellos que incluso muchas veces no entenderán por miedo, por rencor o comodidad, frustrando tus esfuerzos.

Por ello, más allá de toda culpa sostenida por el paradigma griego, lo genial del Orestes existencial, es el asumir el peso integro de su proceder, la carga de las muertes, el haber blandido el cuchillo lo cual a su vez lo distancia y diferencia del pueblo de Micenas y su propia hermana Electra, que fiel a la visión clásica, no puede escapar del sino y es devorada por la facilidad de aceptar esa moral paralizante que facilista la relega a no asumir la carga de ser, pues opta por continuar en un mundo donde es menos complejo vivir con los ojos cerrados y de acuerdo a lo que todos piensan y sienten, mundo en el que cualquier acto de liberación incluso el más aberrante o genuino, cualquier reclamo o crítica, cualquier opinión que contradiga al pastor y su rebaño servil, al caudillo y su sequito zombificado, no pasara de ser más que una amenaza.

Autor: Daniel Rojas Pachas

Publicado en: Cinosargo


jueves, 16 de octubre de 2008

Anverso Literario: Prometeo Encadenado.

20:56

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La historia del Titán Prometeo, protector de los hombres, burlador de Zeus y por ende víctima de la inflexiva cólera del predeterminista Dios del Trueno, sigue siendo dentro de la mitología universal, una de las metáforas más ricas en cuanto a extensión y vigencia de su contenido.

La tragedia ha sido ampliamente actualizada en su lectura, lo cual ha generado su revisión desde múltiples perspectivas, generando peculiares versiones; desde la clásica de Platón, Protágoras y Esquilo hasta las referencias fantásticas de Mary Shelley.

En poesía Lord Byron y Goethe han sido cultores del tema. Por su parte, Kafka, ya entrada la época moderna, parabólicamente hizo burla del tema con sumo descreimiento ante las formas tradicionales y su mantención y el nadaísta colombiano, Gonzalo Arango, en su obra teatral Prometeo desencadenado ha provisto al personaje de una postura contracultural e irónica.

La intediscursividad desplegada en torno al mito tampoco podemos obviarla. En pintura hay versiones de Dirck van Baburen, Peter Paul Rubens y de José Clemente Orozco entre otros exponentes de muy diversas épocas y estilos, similar panorama se aprecia en la música, opera y cine.

ddd.jpgEn cuanto a extensión y esto, puede servir para explicar la pervivencia del mito; la historia abarca numerosas ramificaciones a partir de su trama central. En la medula del personaje y su proceder, hallamos inmortalizada y en un primer plano, la rebeldía del hombre ante los dioses, ante el conocimiento superior y en tal medida, lo que brilla es el ansía de libertad y crecimiento intelectual, perpetua búsqueda del conocimiento y saber. Casí de forma obsesiva esta tarea se extiende como una superación de nuestros maestros y padres, tendencia que ha llevado a los psicoanalistas a igualar la conducta de Prometeo dentro del ámbito meramente intelectual, con la patología Edípica.

Sin embargo, la proyección del Dios benefactor de la humanidad, no se agota en esos páramos. A través de su conducta y entorno, se pretende explicar también el origen de la humanidad y las especies, las diferencias en cuanto a los atributos animales y humanos y al mismo tiempo, dentro de está línea genésica, se puede vincular esta parte de la mitología Helénica a figuras y hechos fecundamente asentados en el inconsciente colectivo y cultural de la humanidad: El pecado original, la expulsión del Paraíso, el primer hombre y mujer e incluso el diluvio. Y es que dentro de los castigos que la humanidad sufre producto de la cólera divina, se halla retratado junto a Prometeo y sus descendientes, específicamente Deucalión, un gran aguacero que sepulta por completo a la civilización, excepto a una pareja. Par compuesto por el mentado hijo del Titán y su mujer Pirra, llamados a repoblar al mundo. Esta especie de Noe, goza del cuidado y sabiduría de su desafiante y rebelde padre.

Por otra parte, esta vez en torno al pecado original y el origen del hombre y la mujer, el mito comparte con otros de origen sumerio como Gilgamesh y el relato bíblico per se, aquel falologocentrismo propio de las sociedades que buscan explicar desde el patriarcado, el pecado original, atribuyéndolo única y exclusivamente a la mujer. En este caso, el descenso humano de un estado utópico, tal como ocurre en la expulsión del paraíso, viene de la mano de Epimeteo, especie de Adán, e ingenuo hermano de Prometeo que ignora las advertencias que el benefactor de los hombres le hace frente al carácter ladino y vindicativo de los Dioses y sus interesadas dádivas. Así es como entra en escena Pandora y su caja o ánfora, que contiene todos los males y vicios que azotaran a la humanidad.

Está mujer, forjada a petición de Zeus, tal como Eva, es el instrumento para castigar la desobediencia humana por querer saber más que el creador, por morder del árbol de la ciencia, en este caso, la osadía del titán consistió en hurtar del Olimpo el fuego que estaba en manos de Hefesto, dios de la forja. En otros casos, dependiendo de la versión el fuego es tomado del carro de Helios o incluso Apolo. Además de este crimen a favor de la humanidad, se enumera el robo de las Artes que se realiza en contra de Atenea, a fin de equiparar la condición desvalida del humano antes sus pares, animales que poblan la tierra. La cólera del Portador de la Égida sobre Prometeo y sus protegidos es suprema, si se considera que otra de las burlas atañe directamente a su ingenuidad. Zeus, el Padre de los dioses, en una ceremonia alimenticia consagrada por los hombres en su honor, recibe en lugar de la suculenta carne, huesos que Prometeo consciente de la avaricia del creador, cubrió de pellejo y grasa para despistarlo.

De esta manera, la figura del Dios benefactor se opone a la del tirano e interesado Demiurgo que exige tributos. Su figura se impone recalcitrante y anarquista, desestructurante y solidaria ante jerarquías y poderes superiores, siempre en clara rebelión y con una voluntad de libertad que no esta exenta de perjuicios y responsabilidad, su castigo, es permanecer eternamente atado a la intemperie, asido a una roca ubicada en los confines de la tierra, el Caúcaso, sufriendo el ataque de un águila gigante que devora su hígado, órgano que se regenera durante la noche para continuar de la misma manera, sumido en esa diabólica rutina de dolor diariamente. Algo similar a lo que ocurre con Sísifo y su piedra, otro burlador del poder divino que debe arrastrar hasta lo más alto de una montaña un gran peñasco redondo, que al termino de la faena rodará a las faldas para volver a empezar. Este último mito, tomado por Albert Camus como muestra del absurdo existencial, revela la riqueza filosófica de la mitología, así mismo Prometeo y su accionar, quieren y consiguen indistintamente explicar las condiciones en que nos hallamos, ya sea por voluntad o determinación y en constante agonía, algunas veces con esperanza en otras con indiferencia depuestos y arrojados a la inagotable tarea de ser.

Autor: Daniel Rojas Pachas.

Publicado en Cinosargo

miércoles, 15 de octubre de 2008

Poemas de Raymond Queneau.

22:29



EL HOMBRE DEL TRANVÍA



ESTE hombre que anda por la noche a lo largo del muelle
A lo largo del sena entre Asnières y Corbevoie
Este hombre cuya sombra a cada instante huye
Sigue su camino derecho y su curvada vía

A este hombre le duelen los pies – la miseria
Y el cansancio encorva su espalda
Este hombre baila en cada uno de sus pasos
Largos como noches de invierno

Desde hace una hora el tranvía está detenido
Este hombre mide los kilómetros
Por el espesor de sus suelas
Camina de noche por esta calle

Su amante una muchacha poco respetable le espera
Tirada en el arroyo y de crueldad nutrida
Y su tiempo se mide en su cuarto insaciable
Que aloja ahora al hombre del tranvía

Por la mañana con los ojos muy tristes debe huir
Y volver a tomar el camino hacia el depósito sonoro
Y mientras la muchacha duerme aún en el catre
Él suspira qué dulce es sentirse amado.





UN POEMA ES MUY POCA COSA



UN poema es muy poca cosa
Apenas algo más que un ciclón en las Antilla
Que un tifón en el Mar de la China
Un temblor de tierra en Formosa

Una inundación del Yang Tse Kiang
Que ahoga a cien mil chinos de golpe
Zas
No eso no da siquiera tema para un poema
Es muy poca cosa

Nos divertimos mucho en nuestro pequeño pueblo
Vamos a edificar una nueva escuela
Vamos a elegir nuevo alcalde y cambiar los días de mercado
Estamos en el centro del mundo ahora estamos cerca del río
…………océano que corroe el horizonte

Un poema es muy poca cosa.

martes, 14 de octubre de 2008

Prometeo Encadenado de Esquilo.

22:18

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PROMETEO ENCADENADO

PERSONAJES

Fuerza y Violencia, criados de Zeus

Hefesto, dios del fuego, hijo de Zeus

Prometeo, hijo de la diosa Temis

Océano, divinidad

Io, hija de Inaco

Hermes, mensajero de los dioses

Coro de Oceánides

La escena representa una región montañosa, en los confines del mundo, cerca del mar. Llegan Fuerza y Violencia, traen prisionero a Prometeo. Les sigue Hefesto con sus herramientas de herrero. Se disponen a clavar al titán en una escarpada roca.

FUERZA. Hemos alcanzado la región extrema de la tierra, el rincón escítico, en un desierto nunca hollado. Hefesto, a ti te concierne cumplir las órdenes que te dio tu padre, en estas abruptas rocas sujetar a este malhechor con grilletes irrompi­bles y vínculos de acero. Porque robando tu flor, el resplandor del fuego, origen de todas las artes, se la entregó a los hombres. Ha de pagar la pena a los dioses por una falta como ésta, para que aprenda a soportar la tiranía de Zeus y renunciar a sus sentimientos humanitarios.

HEFESTO. Fuerza y Violencia, para vosotros se ha cumplido ya el mandato de Zeus y nada os retiene ya. Pero yo no me atrevo a atar a un dios hermano en esta sima tormentosa. Sin em­bargo, es incontestablemente necesario tener coraje para ello:

es cosa grave no cumplir las palabras de un padre. (A Prometeo.) De Temis, la consejera, hijo de elevados pensamientos, contra tu voluntad y la mía voy a clavarte con indisolubles lazos de bronce a esta roca inhóspita, en donde no verás ni la voz ni la figura de un mortal, sino que quemado por la res­plandeciente llama del sol, cambiarás la flor de tu piel; con alegría para ti, la noche con su manto estrellado ocultará la luz y el sol disipará de nuevo la escarcha del alba; pero siempre te abrumará la carga del mal presente, pues todavía no ha nacido tu libertador. Esto has ganado con tus sentimientos humani­tarios. Tú, un dios que no te acoquinas ante la cólera de los dioses, has otorgado, más allá de lo justo, unos honores a los mortales; por esto montarás en esta roca una guardia in­grata, de pie, sin dormir ni doblar la rodilla. Lanzarás muchos' lamentos y gemidos inútiles, pues el corazón de Zeus es in­flexible. Un nuevo señor siempre es duro.

FUERzA. Vamos, ¿por qué te demoras y te apiadas en vano? ¿Por' qué no aborreces al dios más odioso de los dioses, que ha, entregado a los mortales tu privilegio?

HEFESTO. El parentesco es muy fuerte, y la amistad.

FUERZA. Lo concedo. Pero desobedecer las palabras de un padre ¿cómo es posible? ¿No temes esto más?

HEFESTO. Tú siempre eres cruel y lleno de audacia.

FUERZA. Ningún remedio proporcionará el llorar por ése; no t3 canses en un trabajo inútil.

HEFESTO. ¡Oh oficio muy odiado por mí!

FuERzA. ¿Por qué lo odias? De los males presentes, ciertamente no tiene culpa alguna tu oficio.

HEFESTO. Sin embargo, ojalá hubiera tocado a otro.

FUERZA. Todo es enojoso, salvo mandar sobre los dioses; porque nadie es libre excepto Zeus.

HEFESTO. Lo sé, y nada puedo responder a esto.

FUERZA. ¿No te apresuras, pues, en rodearle de cadenas, para que el padre no te vea remiso?

HEFESTO. Pueden verse ya en sus manos las manillas.

FUERZA. Cíñeselas a los brazos y con toda tu fuerza golpea con el martillo y clávalo en las rocas.

HEFESTO. El trabajo ya se termina y no en vano.

FUERZA. Golpea más, aprieta, nada dejes flojo; pues es capaz de encontrar alguna salida, incluso de lo impracticable.

HEFESTO. Este codo, al menos, está fijo y es difícil que le suelte.

FUERZA. Ahora clávale en medio del pecho, bien fuerte, la dura mandíbula de una cuña de acero.

HEFESTO. ¡Ay, ay, Prometeo, gimo por tus penas!

FUERZA. ¿Vacilas y lloras por los enemigos de Zeus? Vigila no sea que un día te compadezcas a ti mismo.

HEFESTO. Ves un espectáculo horrible de ver.

FUERZA. Veo que ése tiene lo que merece. Mas échale a los cos­tados las bridas.

HEFESTO. Es mi obligación hacerlo, no me lo mandes con tanta insistencia.

FUERZA. Pues te ordenaré y además te azuzaré. Baja y sujeta só­lidamente con anillas sus piernas.

HEFESTO. El trabajo está hecho y sin gran esfuerzo.

FUERZA. Con vigor hunde estas trabas en la carne; pues es seve­ro el que juzgará tu obra.

HEFESTO. Tu lenguaje responde a tu figura.

FUERZA. Ablándate; pero no me reproches mi obstinación y la aspereza de mi carácter.

HEFESTO. Vámonos; tiene una red en torno a sus miembros.

FUERZA. Ahora sé, allá, insolente y despojando a los dioses de sus privilegios, dáselos a los efímeros. ¿Qué alivio son capaces los mortales de llevar a tus penas? Con falso nombre los dioses te llaman Prometeo, pues tú mismo necesitas un previsor para saber de qué manera te librarás de tal artificio.

(Hefesto con Fuerza y Violencia salen.)

PROMETEO. ¡Oh éter divino, y vientos de alas rápidas, y fuentes de los ríos, y sonrisa innumerable de las olas marinas, y Tierra madre universal, y círculo omnividente del Sol; yo os invoco: ved lo que, siendo dios, sufro de los dioses!

Mirad con qué ultrajes desgarrado he de padecer durante un tiempo infinito de años. Tal es la cadena infame que contra mí ha inventado el joven caudillo de los Felices. ¡Ay, ay! Por el sufrimiento, presente y futuro gimo, sin saber cuándo surgirá el fin de estos males.

Pero ¿qué digo? Todo lo que ha de acontecer lo sé bien de antemano y ninguna desgracia imprevista vendrá de nuevo sobre mí. Pero es preciso soportar lo más ligeramente posible la suerte decretada, sabiendo que no hay lucha contra la fuerza de la Necesidad.

Con todo, me es igual de imposible callar o no callar esta desgracia. Porque habiendo proporcionado una dádiva a los mortales estoy uncido al yugo de la necesidad, desdichado. En el tallo de una caña me llevé la caza, el manantial del fuego robado, que es para los mortales maestro de todas artes y gran recurso. De este pecado pago ahora la pena, clavado con ca­denas bajo el éter.

¡Ah, ah! ¿Qué ruido, qué aroma invisible ha volado hasta mí? ¿Vienes de un dios, de un mortal o de un semidiós? ¿Ha lle­gado a este peñasco, en los límites del mundo para contemplar mis penas, o qué quiere? Mirad encadenado a este dios des­graciado Odiado de Zeus, me he enemistado con todos los dioses que frecuentan la corte de Zeus por mi gran amor hacía los hombres. ¡Ay, ay! ¿Qué movimiento de alas escucho cerca de aquí? El aire susurra con ese ligero batir de alas. Todo lo que se aproxima me produce pavor.

(Llega el coro de las Oceánides en un carro alado que se coloca sobre un roquero cercano al que está clavado Prometeo.)

CORO. Nada temas. Amiga es esta tropa que en rápida carrera de alas se ha acercado a este peñasco, consiguiendo persuadir a duras penas el corazón paterno. Veloces las brisas me trajeron.

Pues el eco de los golpes de hierro penetró hasta el fondo de mis cavernas y arrojó de mí el tímido pudor; descalza me lancé en mi carro alado.

PROMETEO. ¡Ay, ay! ¡Ay, ay! Prole de la fecunda Tetis, hijas del padre Océano, que con su curso insomne gira en torno a toda tierra, mirad, contemplad con qué cadenas clavado en la cima rocosa de este precipicio monto una guardia no envidiable.

CORO. Veo, Prometeo; y una tímida niebla llena de lágrimas a mis ojos, cuando contemplo sobre esa roca tu cuerpo que se consume en la ignominia de estos grilletes de acero. Porque nuevos pilotos gobiernan el Olimpo y Zeus, con nuevas leyes, reina arbitrariamente y aniquila ahora los colosos de antes.

PROMETEO. ¡Si al menos me hubiera precipitado bajo tierra, más allá del Hades hospitalario a los muertos, hasta el Tártaro infranqueable, echándome ferozmente en cadenas insolubles, de suerte que ni un dios ni nadie se regocijará de ello! Pero ahora juguete de los vientos, miserable, sufro para escarnio de mis enemigos.

CORO. ¿Cuál de los dioses tiene un corazón tan duro que haga burla de esto? ¿Quién no comparte tus pesares, excepto Zeus? Éste, siempre en su ira, de un alma inflexible, somete la raza celeste, y no cesará hasta que se haya saciado su corazón, o que alguien con alguna artimaña conquiste el mando tan difícil de conquistar.

PROMETEO. Ciertamente, aunque ultrajado en estos brutales grilletes de mis miembros, todavía tendrá necesidad de mí el príncipe de los Felices para enseñarle el nuevo designio que le despojará de su cetro y honores. Y no me ablandará con me­lifluos sortilegios de la persuasión, ni nunca yo, acoquinado con sus duras amenazas, revelaré este secreto, antes de que me libre de fieras cadenas y consienta en pagar la pena de este ultraje.

CORO. Tú eres osado y en vez de ceder por estos amargos sufrimientos, hablas con demasiada libertad. Un temor penetrante altera mi corazón y me estremezco por la suerte que te espera: dónde debes abordar para contemplar el fin de estos sufri­mientos. Pues el hijo de Crono tiene un carácter inaccesible y un corazón inflexible.

PROMETEO. Sé que es severo y que tiene en su poder la justicia; sin embargo, creo que un día será de blando corazón cuando sea sacudido de este modo. Entonces aplacando esta rígida cólera, vendrá presuroso a concertar conmigo alianza y amistad.

CORIFEO. Descríbelo todo y explícanos en qué culpa te ha sor­prendido Zeus para ultrajarte de una manera tan infame y cruel. Infórmanos, si no te perjudica el relato.

PROMETEO. Me duele hablar de estas cosas, pero no decir nada es también un dolor; de todos modos, infortunios. Así que los dioses empezaron a enfadarse y se produjo entre ellos la dis­cordia, unos queriendo arrojar a Crono de su trono, para que Zeus desde entonces reinara; otros por el contrario esforzán­dose para que Zeus no mandara nunca sobre los dioses; en­tonces yo, que quería persuadir con los mejores consejos a los titanes, hijos de la Tierra y del Cielo, no pude. Despreciando las arteras trazas creyeron, en su brutal presunción, que sin fatiga se harían los dueños por la violencia. Pero, no una sola ; vez, mi madre, Temis y Tierra, forma única bajo nombres diversos, me había profetizado cómo se cumpliría el futuro: que no por la fuerza ni por la violencia, sino con engaño de­berían vencer a los poderosos. Mientras yo les iba explicando estas cosas con mis palabras, no se dignaron ni dirigirme la mirada. Lo mejor en aquellas circunstancias me pareció que era, haciendo caso de mi madre, ponerme al lado de Zeus que recibía de grado a un voluntario. Por mis consejos el antro negro y profundo del Tártaro oculta al antiguo Crono y a sus aliados. Tales son los beneficios que ha recibido de mí el tirano

de los dioses y que me ha pagado con esta cruel recompensa.

Sin duda es un achaque inherente a la tiranía no confiar en los amigos.

Ahora, lo que me preguntáis, por qué causa me hiere, os lo aclararé. En cuanto se sentó en el trono paterno, en seguida distribuyó entre los dioses sus privilegios, a cada uno dife­rentes, y organizó su imperio; pero no se preocupó en absoluto de los míseros mortales, sino que, aniquilando toda la raza, deseaba crear otra nueva. A este proyecto nadie se opuso sólo yo. Yo me atreví; libré a los mortales de ir, destrozados, al Hades. Por eso ahora estoy sufriendo tales sufrimientas, do­lorosos de sufrir, lamentables de ver. Por haber tenido ante todo piedad de los mortales, no fui juzgado digno de conse­guirla, sino que implacablemente estoy así tratado, espectáculo infamante para Zeus.

CORIFEO. De corazón de hierro y tallado de una piedra, Prometeo, es el que no se indigna contigo por tus penas. Yo, por mi parte, habría deseado no verlas, y ahora que las veo siento un dolor en el corazón.

PROMETEO. Sí, sin duda, para los amigos soy doloroso de ver.

CORIFEO. ¿Fuiste, tal vez, más lejos que esto?

PROMETEO. Sí. Hice que los mortales dejaran de pensar en la muerte antes de tiempo.

CORIFEO. ¿Qué solución hallaste a este mal?

PROMETEO. Albergué en ellos esperanzas ciegas.

CORIFEO. Gran favor otorgaste a los mortales.

PROMETEO. Además de esto, yo les regalé el fuego.

CORIFEO. ¿Y ahora los efímeros tienen el fuego resplandeciente?

PROMETEO. Por él aprenderán muchas artes.

CORIFEO. Por tales culpas Zeus te...

PROMETEO. ... me ultraja y no afloja para nada mis males.

CORIFEO. ¿No hay un término fijado a tu prueba?

PROMETEO. No, ninguno, salvo cuando le plazca a él.

CORIFEO. ¿Cuándo le placerá? ¿Hay alguna esperanza? ¿No ves que has delinquido? Pero decir que has delinquido, para mí no es ningún placer y para ti es dolor. Pero dejemos esto y busca algún medio de librarte de esta prueba.

PROMETEO. Es fácil al que tiene el pie fuera de las desgracias aconsejar y amonestar al infortunado. Pero todo esto yo lo sabía. De grado, de grado falté, no lo negaré; ayudando a los mortales yo mismo me he encontrado castigos. Con todo, no creía que con tales penas había de consumirme en unas rocas abruptas, encontrándome en una cima desierta y sin vecinos. Pero ahora, sin lamentaros por estos sufrimientos, bajando a tierra firme, escuchad mi suerte futura, para que lo sepáis todo hasta el fin. Creedme, creedme, compadeced al que ahora sufre: la aflicción vuela sin cesar, y ora se posa en uno, ora en otro.

CORIFEO. Tú urges a una tropa dispuesta a obedecerte, Prometeo. Ahora, dejando con pie ligero este raudo asiento y el éter, ruta sagrada de las aves, me acercaré a este suelo escabroso; porque deseo escuchar hasta el final tus padecimientos.

(Mientras las Oceánides descienden al suelo, aparece Océano en un carro tirado por un caballo alado.)

OCEANO. He llegado al final de un largo viaje en mi recorrido hacia ti, Prometeo, dirigiendo con mi mente, sin bridas, este ave de alas veloces. De tus desgracias, sábelo, me compadezco. El parentesco, creo, me obliga, y, aparte la sangre, no hay a quien diera parte mayor que a ti. Conocerás que digo la ver­dad y que no se halla en mí adular en vano. Venga, pues, dime en qué he de ayudarte; porque nunca dirás que tienes un amigo más seguro que Océano.

PROMETEO. ¡Ea!, ¿qué es esto? ¿También tú vienes a ser testigo de mis males? ¿Cómo te atreviste, dejando la corriente que lleva tu nombre y las roqueras grutas naturales, llegar a la tierra madre del hierro?. ¿O has venido para contemplar mi suerte e indignarte con mis males? Mira este espectáculo: yo, el amigo de Zeus, que le ayudé a establecer su tiranía, con qué sufri­mientos soy abatido por él.

OCÉANO. Lo veo, Prometeo, y quiero aconsejarte lo mejor, aunque eres listo. Conócete a ti mismo y adopta nuevas acti­tudes, pues también hay un nuevo tirano entre los dioses. Pero si lanzas palabras tan duras y aceradas, quizá te oiga Zeus que está sentado mucho más alto que tú, y el enojo de estos males presentes te parezca un juego. Así, desgraciado, deja este afán y busca la liberación de estos males. Tal vez te parecerá que digo cosas viejas; sin embargo, tal es, Prometeo, el salario de una lengua demasiado altiva. Tú todavía no eres humilde ni cedes a los males, y a los presentes quieres añadir otros. Tó­mame, pues, por maestro y no estires tu pierna contra el aguijón, viendo que ahora reina un monarca duro y sin que tenga que rendir cuentas. Ahora me marcho e intentaré, si puedo, librarte de estas penas; tú tranquilízate y no hables con demasiado insolencia. ¿O no sabes siendo en rigor tan sabio, que se castiga a una lengua disparatada?

PROMETEO. Te envidio porque te encuentras fuera de culpa aunque participaste en todo y te asociaste a mi osadía. Ahora déjalo y no te preocupes. De todos modos no le convencerás; no es fácil de convencer. Y vigila que no te perjudiques en este camino.

OCÉANO. Eres mucho mejor para inspirar prudencia al prójimo que a ti mismo; juzga por hechos, no por palabras. Pero en mi afán, no me retengas. Porque me ufano, sí, me ufano de que Zeus me concederá la gracia de librarte de estos males.

PROMETEO. Te alabo por tu solicitud y no cesaré de hacerlo; en buena voluntad nada descuidas. Pero no te esfuerces: traba­jarás en vano, sin provecho para mí, si es que quieres hacerlo. Permanece tranquilo y mantente apartado. Porque yo, si soy desgraciado, no por esto quisiera que a los más alcanzaran las desgracias. No, en verdad, pues ya me consume la suerte de mi hermano, Atlas, que en las regiones de occidente, de pie, sostiene en sus espaldas la columna del cielo y de la tierra, peso no fácil para el brazo. También he compadecido, al verle, al hijo de la Tierra, habitante de las cuevas cilicias, gran gigante de cien cabezas, domado por la fuerza, el impetuoso Tifón. Se enfrentó a todos los dioses, silbando miedo de sus atroces fauces; de sus ojos brillaba horrible esplendor, como si fuera a aniquilar violentamente la tiranía de Zeus. Pero le alcanzó el dardo que no duerme de Zeus, cl rayo que desciende respi­rando fuego y le derrotó de sus altivas fanfarronadas. Pues herido en el mismo corazón, quedó reducido a cenizas y su fuerza disipada por el rayo. Y ahora, cuerpo inútil y arrinco­nado, yace cerca del estrecho marino, oprimido bajo las raíces del Etna, mientras Hefesto, instalado en las altas cimas, forja el hierro ardiente. De allí un día irrumpirán torrentes de fuego que con feroces fauces devorarán las vastas llanuras de la fe­cunda Sicilia. Tal ira exhalará Tifón con los ardientes dardos de una insaciable tormenta de fuego, aunque carbonizado por el rayo de Zeus. Pero tú no eres inexperto y no me necesitas como guía; sálvate, como sabes. Yo apuraré este mi destino hasta que Zeus aplaque su ira.

OCÉANO. ¿No sabes esto, Prometeo, que las palabras son médi­cos de la enfermedad de la cólera?

PROMETEO. Sí, si uno ablanda el corazón en el momento preci­so, y no reduce por la fuerza una pasión virulenta.

OCÉANO. Pero, si uno muestra solícito esfuerzo y valor para la acción, ¿qué daño ves tú que haya en ello?

PROMETEO. Trabajo inútil y simplicidad irreflexiva.

OCÉANO. Déjame que sufra esta enfermedad; pues es provechoso

parecer insensato cuando uno es cuerdo.

PROMETEO. Esta falta más bien parecerá la mía.

OCÉANO. Sin duda tus palabras me envían de nuevo a casa.

PROMETEO. Temo que tu lamento por mí te lance a una ene­mistad.

OCÉANO. ¿Con el que acaba de sentarse en un todopoderoso asiento?

PROMETEO. Vigila que no se altere tu corazón.

OCÉANO. Tu infortunio, Prometeo, es maestro.

PROMETEO. Vete, aléjate, salva tu actual buen sentido.

OCÉANO. Cuando ya me iba, me molestaban tus palabras. Pues mi cuadrúpeda ave acaricia ya con sus alas el dilatado camino del éter y gozoso doblará la rodilla en su establo.

(Océano se marcha en su monstruo alado. Tras un silencio, las Oceánides aparecen sobre de una roca y cantan lo siguiente.)

CORO. Lloro por tu fatal destino, Prometeo; y vertiendo de mis delicados ojos una corriente de lágrimas mojo mi mejilla con húmedas fuentes. Hostilmente gobernando con leyes propias Zeus manifiesta a los dioses de antaño su lanza soberbia.

Ya todo este país ha lanzado un grito lastimero; sus pueblos lloran por la grandeza y el antiguo prestigio tuyo y de tus hermanos, y todos cuantos mortales habitan la tierra vecina de la sagrada Asia, ante el gran gemido de tus penas sufren con­ tigo.

Y las vírgenes que habitan en la tierra cólquide, valientes luchadoras, y la turba de Escitia, que ocupa el lugar más re­moto de la tierra alrededor del lago Meótico.

Y la flor guerrera de Arabia, los que viven una ciudadela es­carpada cerca del Cáucaso, hostil ejército que brama en lanzas de acerada proa.

Sólo antes otro dios titán he visto sufrir, vencido en la ig­nominia de unos lazos de acero, Atlas, que llevando siempre en la espalda, fuerza inflexible, la tierra y la bóveda celeste, gime.

La ola marina cayendo ola sobre ola brama, llora el abismo, el tenebroso Hades en las profundidades de la tierra ruge, y las fuentes de los sagrados ríos exhalan su dolor quejumbroso.

PROMETEO. (Tras de un largo silencio.) No penséis que callo por arrogancia o altanería; pero un pensamiento me devora el corazón al verme así tan vilipendiado. En verdad, a estos dioses nuevos, ¿qué otro si no yo les repartió exactamente sus privi­legios? Pero sobre esto callo; pues sabéis lo que podría deciros. Escuchad, en cambio, los males de los hombres, cómo de ni­ños que eran antes he hecho unos seres inteligentes, dotados

de razón. Os lo diré, no para censurar a los hombres, sino para mostraros la buena voluntad de mis dones. Al principio, mi­raban sin ver y escuchaban sin oír, y semejantes a las formas de los sueños en su larga vida todo lo mezclaban al azar. No co­nocían las casas de ladrillos secados al sol, ni el trabajo de la madera; soterrados vivían como ágiles hormigas en el fondo de antros sin sol. No tenían signo alguno seguro ni del invierno, ni de la floreciente primavera ni del estío fructuoso, sino que todo lo hacían sin razón, hasta que yo les enseñé los ortos y ocasos de los astros, difíciles de conocer.

Después descubrí también para ellos la ciencia del número, la más excelsa de todas, y las uniones de las letras, memoria de todo, laboriosa madre de las Musas. Y el primero até bajo el yugo a las bestias esclavizadas a las gamellas y a las albardas, a fin de que tomaran el lugar de los mortales en las fatigas mayores, y llevé bajo el carro a los caballos, dóciles a las rien­das, orgullo del fasto opulento. Sólo yo inventé el vehículo de

los marinos, que surca el mar con sus alas de lino. Y, mísero de mí, yo que he encontrado estos artificios para los mortales, no tengo artimaña que pueda librarme de la actual desgracia.

CORIFEO. Padeces un castigo indigno; privado de razón divagas, y como un mal médico que a su vez ha enfermado, te de­ sanimas y no puedes encontrar para ti mismo los remedios curativos.

PROMETEO. Escucha el resto y te sorprenderás más: las artes y recursos que ideé. Lo más importante: si uno caía enfermo, no había ninguna defensa, ni alimento, ni unción, ni pócima, sino que faltos de medicinas morían, hasta que les enseñé las mezclas de remedios clementes con los que ahuyentan todas las enfermedades. Clasifiqué muchos procedimientos de adi­vinación y fui el primero en distinguir lo que de los sueños ha de suceder en la vigilia, y les di a conocer los sonidos de oscuro presagio y los encuentros del camino. Determiné exactamen­te el vuelo de las aves rapaces, los que son naturalmente fa­vorables y los siniestros, los hábitos de cada especie, los odios y amores mutuos, sus compañías; la lisura de las entrañas y qué color necesitan para agradar a los dioses, y los matices favorables de la bilis y del lóbulo del hígado. Haciendo que­mar los miembros cubiertos de grasa y el largo lomo, enca­miné a los mortales a un arte difícil de entender y revelé los signos de la llama que antes eran oscuros. Tal es mi obra. Y los recursos escondidos a los hombres debajo de la tierra, bronce, hierro, plata, oro, ¿quién podría preciarse de haberlos descubierto antes que yo? Nadie, lo sé bien, a menos que quiera hablar en vano. En una palabra, sabe todo a la vez: todas las artes para los mortales proceden de Prometeo.

CORIFEO. No ayudes a los mortales más allá de lo necesario y descuides tu propia desgracia. Yo tengo buena esperanza de que un día, liberado de estas cadenas, no tendrás un poder inferior a Zeus.

PROMETEO. No tiene decretado todavía que esto se cumpla, la Moira que todo lo lleva a término; cuando estaré encorvado por mil dolores y desgracias, entonces escaparé de estas cade­nas. El arte es con mucho más débil que la Necesidad.

CORIFEO. ¿Y quién es el timonero de la Necesidad?

PROMETEO. Las Moiras de tres formas y las memoriosas Erinis.

CORIFEO. ¿Zeus, pues, es más débil que ellas?

PROMETEO. No puede, por lo menos, escapar a su destino.

CORIFEO. ¿Y cuál es el destino de Zeus sino reinar por siempre?

PROMETEO. Sobre esto no preguntes más, no insistas.

CORIFEO. Es, sin duda, un augusto secreto lo que ocultas.

PROMETEO. Hablad de otra cosa; no es el momento de revelar este secreto, sino de esconderlo lo más posible; pues guar­dándolo oculto, escaparé de estas cadenas humillantes y de estos sufrimientos.

CORO. Que nunca el que todo lo gobierna, que nunca Zeus coloque enfrente de mi voluntad su fuerza, que jamás me tarde en acercarme a los dioses con sagrados festines de hecatombes junto al curso inagotable del Padre Océano, ni los ofenda con mis palabras. Antes permanezca firme en mí este propósito y no se borre jamás.

Es dulce pasar una larga vida en confiadas esperanzas ali­mentando el corazón de deleites radiosos. Pero me estremezco cuando te veo desgarrado por tantos sufrimientos. Pues sin temer a Zeus, por propio criterio honras en exceso a los mortales, Prometeo.

Vamos, amigo, dime, ¿qué favor te aporta tu favor? ¿Dónde está la defensa, la ayuda de los efímeros? ¿No has visto la im­potencia reducida, igual al sueño, que encadena la ciega raza humana? Nunca la voluntad de los mortales conculcará el orden establecido por Zeus.

Esto he aprendido observando tu funesto destino, Prometeo. Y un canto bien diferente ha volado hacia mí, el canto de hi­meneo que un día en torno a tu baño y a tu lecho de bodas entoné, cuando, persuadida por tus presentes, llevaste a nuestra hermana Hesíone a compartir contigo el lecho como esposa.

(Entra lo teniendo en su frente dos cuernos de vaca. Tras sus primeras palabras se siente de nuevo sacudida por el aguijón del tábano.)

IO. ¿Qué tierra es ésta? ¿Qué raza? ¿A quién diré que miro atormentada con pétrea brida? ¿Qué falta expiras tú en esta agonía? Dime a qué parte de la tierra he llegado, mísera, en mi extravío.

¡Ay, ay! ¡Ah, ah! Vuelve nuevamente a picarme, desgraciada, un tábano, fantasma de Argos, hijo de la Tierra. Apártalo, Tierra, porque tiemblo al ver al boyero de mil ojos. Camina con su pérfida mirada. Ni muerto la tierra lo oculta, sino que saliendo de las sombras a mí, infortunada, me da caza y me hace errar, afamada, por los arenales de la playa.

Detrás de mí, la sonora caña encerada deja oír la canción que duerme. ¡Ay, ay, dioses! ¿A qué lejanas tierras me llevan estas carreras errantes? ¿En qué falta, hijo de Crono, en qué falta me has sorprendido para haberme uncido en estos tormentos, ¡ay, ay!, y extenuar así a una desgraciada alocada por el temor del tábano que la persigue? Abrásame en el fuego, escóndeme bajo tierra, dame por alimento a los monstruos marinos. No re­chaces mis ruegos, Señor. Mis carreras infinitas me han so­bradamente ejercitado, ni puedo saber cómo escapar a los padecimientos. ¿Oyes la voz de la cornígera doncella?

PROMETEO. ¿Cómo no oír a la muchacha hostigada por el tába­no, a la hija de Inaco, que abrasa de amor el corazón de Zeus y ahora, odiada de Hera, se ejercita por fuerza en esas infini­tas carreras?

IO. ¿De dónde viene que has pronunciado el nombre de mi padre? Responde a la infortunada: ¿quién eres tú, miserable, que a esta desgraciada saludas en términos tan verídicos y nombraste el mal de divina procedencia que me consume al morderme con aguijones vagabundos?

Empujada con violencia por el hambriento ultraje de mis saltos, he llegado víctima del airado designio de Hera. ¿Cuál de los desgraciados sufre, ¡ay, ay!, como yo? Pero dime con claridad lo que voy a padecer. ¿Qué expediente, qué remedio hay de mi mal? Enseñamelo, si lo sabes. Habla, da a conocer esto a la pobre virgen errante.

PROMETEO. Te diré claramente todo lo que quieras saber, no entretejiendo enigmas, sino en lenguaje simple, como es jus­to abrir la boca a amigos. Estás viendo al dador del fuego a los mortales. Prometeo.

IO. Oh tú que te mostraste tan beneficioso a la comunidad de los mortales, paciente Prometeo, ¿por qué razón sufres esto?

PROMETEO. Acabo justamente de quejarme por mis trabajos.

IO. Entonces, ¿no vas a otorgarme ese favor?

PROMETEO. Di qué pides: de mí puedes saberlo todo.

IO. Indica quién te ató en esa roca escarpada.

PROMETED. La decisión de Zeus, pero la mano de Hefesto.

IO. ¿Y de qué faltas pagas tú la pena?

PROMETED. Basta que te haya manifestado sólo esto.

IO. Muéstrame, además, el fin de mi viaje y cuál será este día para mí, la desdichada.

PROMETEO. No conocerlo es mejor para ti que conocerlo. lo. No me escondas lo que he de padecer. PROMETEO. No te rehúso ese favor.

IO. Entonces, ¿por qué tardas en proclamarlo todo?

PROMETED. No hay malquerencia, pero dudo en turbar tu alma.

IO. No te preocupes más por mí, pues me es dulce.

PROMETEO. Ya que lo deseas, debo hablar; escucha, pues.

CORIFEO. No, todavía no; dame también a mí una parte de sa­tisfacción. Sepamos primero la enfermedad de ésta, que nos diga ella misma sus funestos infortunios. De ti aprenda des­pués los restantes trabajos.

PROMETED. Trabajo tuyo es, lo, de complacerles con esta dádiva, máxime cuando son hermanas de tu padre; pues llorar y la­mentar las desgracias cuando se ha de obtener una lágrima de los que escucha, merece el esfuerzo realizado.

IO. No sé cómo podría negarme a vosotras: en términos claros sabréis todo lo que pedís; sin embargo, me da vergüenza contaros cómo la tempestad suscitada por un dios y causa de mis metamorfosis se ha abatido sobre mí, mísera.

Sin cesar visiones nocturnas visitaban mi alcoba virginal y me exhortaban con dulces palabras: «Oh muy feliz muchacha, ¿por qué permanecer tan largo tiempo virgen, cuando puedes alcanzar la boda más excelsa? Porque Zeus está inflamado por ti con el dardo del deseo y anhela compartir contigo los pla­ceres de Cipris. Tú, niña, no rechaces el lecho de Zeus; mar­cha hacia la pradera ubérrima de Lerna, a los rediles y boyeras de tu padre, para que el ojo de Zeus cese en su deseo.» Tales eran los sueños que todas las noches me sobresaltaban, míse­ra, hasta que osé revelar a mi padre los sueños nocturnos. Entonces a Pito y a Dodona despachó frecuentes mensajeros para saber qué debía emprender o decir que fuera agradable a los dioses. Pero ellos regresaban refiriendo unos oráculos equívocos, oscuros, difíciles de interpretar. Por último, una respuesta nítida llegó a Inaco, que claramente le recomendaba y anunciaba que me arrojara de la casa y de la patria, para errar en libertad hasta los últimos confines de la tierra, si no quería que viniera el rayo inflamado de Zeus que destruiría todo su linaje. Obediente a estos oráculos de Loxias, mi padre me desterró y cerró su casa, a pesar suyo y mío: pero el freno de Zeus le obligaba a obrar así con violencia. Al punto mi forma y mi espíritu se alteraron y cornuda, como veis, y mordida por el tábano de acerado aguijón, me precipito, de un salto be­néfico, hacia la corriente salutífera de Cernea y a la fuente de Lerna. Un boyero, hijo de la Tierra, de intemperados humos, me seguía con sus innumerables ojos fijos en mis pasos. Un destino imprevisto le privó de repente el vivir, y yo, desgarrada por el tábano, corro de país en país bajo el látigo divino. Ya sabes lo sucedido; y si puedes decirme qué penas me faltan, dímelo; no intentes, por compasión, tranquilizarme con re­latos falsos; pues digo que no hay enfermedad más vergonzosa que las palabras compuestas.

CORO. Deja, deja, calla. ¡Ay! Nunca, nunca pensé que unas pala­bras tan extrañas llegaran a mis oídos, que unos sufrimientos, unas miserias, unos espantos, tan penosos de ver, tan penosos de sufrir, helaran mi alma con aguijón de doble filo. ¡Ay, destino, destino, me estremezco al contemplar la suerte de lo!

PROMETEO. Demasiado pronto gimes y llena estás de temor; aguarda hasta que sepas el resto.

CORIFEO. Habla, explícate: es dulce a los enfermos conocer exactamente de antemano el dolor que les falta.

PROMETEO. La anterior petición la lograsteis fácilmente gracias a mí; deseabais primero saber por ella misma el relato de su desgracia; ahora oír lo que queda, qué sufrimientos ha de padecer esta joven por orden de Hera. Y tú, semilla de Inaco, guarda mis palabras en tu corazón, si quieres conocer el final de tu camino.

Primero, partiendo de aquí, vuélvete hacia el sol saliente y dirígete hacia los campos sin arar. Llegarás a los escitas nómadas que habitan chozas de mimbre trenzado sobre carros de her­mosas ruedas y que llevan colgados arcos de largo alcance. No te aproximes a ellos, sino que, poniendo el pie en los acantilados en donde resuena el mar, atraviesa el país. A mano izquierda viven los que trabajan el hierro, los cálibes: guárdate de ellos, pues son feroces, inaccesibles a los extranjeros. Llegarás al río Hibristes, de nombre verídico; no lo atravieses, no es fácil de cruzar antes que alcances el mismo Cáucaso, el más alto de los montes, donde este río impetuoso brota de sus sienes. Debes pasar por encima de sus cumbres vecinas de los astros, para tomar el ca­mino que lleva al mediodía, en donde hallarás a la hueste de las amazonas enemigas de los hombres, que un día fundarán Temiscira en torno al Termodonte, allí donde está Salmideso, mandíbula áspera del Ponto, huésped cruel a los marinos, ma­drastra de las naves; ellas te guiarán muy gustosamente. Enton­ces llegarás junto a las mismas puertas estrechas del lago, al ; istmo de Cimería, el cual con corazón intrépido debes dejarlo y atravesar el estrecho Meótico. Entre los mortales siempre vivirá el glorioso relato de tu paso y Bósforo recibirá de sobrenombre. Dejando el suelo de Europa, llegarás al continente asiático. ¿No os parece que el tirano de los dioses es en todo igualmente violento? Deseando, dios como es, unirse a esta mortal lanzó contra ella este destino errante. ¡Amargo pretendiente de tu boda has encontrado, doncella! Pues el relato que acabas de oír, piensa que todavía no es ni siquiera el preludio.

IO. ¡Ay, ay de mí! ¡Ah, ah!

PROMETEO. De nuevo gritas y suspiras; ¿qué harás, pues, cuando sepas los sufrimientos que te restan?

CORIFEO. ¿Tienes todavía otros sufrimientos para decirle? PROMETEO. Sí, un mar tempestuoso de fatal calamidad.

IO. ¿Qué gano, entonces, con vivir? ¿Por qué no al instante me arrojo de esta roca escarpada, para que, aplastándome en el suelo, me libere de todos estos males? Mejor es morir de una vez que sufrir miserablemente todos los días.

PROMETEO. Difícilmente, entonces, podrías soportar mis prue­bas. Yo no tengo destinado morir, pues la muerte sería una liberación de mis dolores. Pero ahora no hay término fijado a mis trabajos, hasta que Zeus caiga de su trono.

IO. ¿Es posible que un día caiga Zeus de su poder?

PROMETEO. Tú te alegrarías, creo, de ver este suceso.

IO. ¿Y cómo no, si es por Zeus que sufro tan desgraciadamente?

PROMETEO. Que esto será así, puedes estar segura.

IO. ¿Quién lo despojará de su cetro tiránico?

PROMETEO. Él mismo y sus insensatos planes. lo. ¿De qué manera? Dímelo, si no hay daño en ello.

PROMETEO. Contraerá una boda de la que un día se arrepentirá.

IO. ¿Con una diosa o con una mortal? Dímelo, si se puede.

PROMETEO. ¿Por qué con quién? No está permitido decirlo.

IO. ¿Acaso será derribado de su trono por su esposa?

PROMETEO. Ella tendrá un hijo más fuerte que su padre.

IO. ¿Y no tiene ningún medio de apartar este infortunio?

PROMETEO. No ciertamente, salvo yo desatado de estas cadenas.

IO. ¿Y quién te desatará sin el permiso de Zeus?

PROMETEO. Debe ser uno de tus descendientes.

IO. ¿Cómo dijiste? ¿Un hijo mío te librará de estos males?

PROMETEO. Sí, el tercer linaje después de diez generaciones más.

IO. No es fácil de comprender esta profecía.

PROMETEO. Tampoco busques conocer a fondo tus padecimien­tos.

IO. No me ofrezcas un bien para después quitármelo.

PROMETEO. De dos presentes, te concederé uno.

IO. ¿Cuáles? Muéstramelos y dame a elegir.

PROMETEO. Te lo concedo, elige: o te diré claramente tus males o el que me liberará.

CORIFEO. De estas dádivas concede una a ésta y otra a mí, y no desprecies mis palabras. A ella cuenta lo que le falta por correr y a mí tu libertador. Pues esto es lo que deseo.

PROMETEO. Puesto que éste es vuestro deseo, no me negaré a narrar todo cuanto deseáis. A ti, primero, lo, revelaré tu agi­tada carrera; grábala en las fieles tablillas de tu memoria.

Cuando hayas atravesado la corriente, frontera de los dos con­tinentes, sigue adelante hacia los encendidos levantes pisados por el sol, cruzando el mugiente mar, hasta que alcances la llanura gorgónea de Cístenes, donde viven las Fórcides, tres viejas doncellas de figura de cisne, que tienen un ojo común, un solo diente, y a las que nunca mira el sol con sus rayos ni la nocturna luna. Cerca de ellas se hallan tres hermanas aladas con cabellera de serpientes, las Gorgonas, aborrecidas de los hombres, a las que ningún mortal puede ver sin expirar. Tal es la advertencia que te hago. Pero escucha otro peligroso es­pectáculo: guárdate de los perros mudos de Zeus, de dientes afilados, los grifos y del ejército Arimaspo, gente de un solo ojo, montada a caballo, que vive junto a las aguas del aurífe­ro río Plutón: tú no te acerques a ellos. Entonces llegarás a una tierra lejana, un pueblo de tez oscura, establecido junto a las fuentes del sol, donde está el río Etíope. Baja por las riberas de éste hasta que llegues a la catarata, en donde de los montes Biblinos Nilo vierte sus aguas augustas y saludables. Éste te conducirá hasta el país triangular nilótico, donde el destino os reserva, lo, a ti y a tus hijos, fundar una gran colonia. Sí algo de esto es confuso y difícil de comprender, pregunta de nuevo y entérate con precisión. Dispongo de más tiempo del que quiero.

CORIFEO. Si tienes algo nuevo u olvidado que contar de su fati­gosa carrera, dilo; pero si lo has dicho todo, concédenos ahora el favor que pedimos. Lo recuerdas, sin duda.

PROMETEO. Ésta ha oído enteramente el final de su viaje. Pero, porque sepa que no vanamente me escucha, le diré qué tra­bajos bajos ha sufrido antes de venir aquí, dándole con ello la prueba de mi relato. Con todo omitiré la mayor parte de las fatigas e iré al término mismo de tus viajes.

En cuanto llegaste a las llanuras de los morosos y al escar­pado dorso de Dodona, donde está el profético asiento de Zeus Tesproto con el prodigio increíble de las encinas que hablan, las cuales te saludaron claramente y sin enigmas como la que había de ser la ilustre esposa de Zeus -¿te halaga algo de esto?-, te lanzaste, punzada por tábano, por el camino de la costa hasta el gran golfo de Real, de donde la tormenta vuelve a traer aquí tus cursos errantes. Pero con el tiempo este golfo marino, sábelo bien, será llamado Jonio, recuerdo para todos los mortales de tu paso. Ésta es la prueba de que mi mente ve más de lo que es manifiesto.

Lo demás os lo relataré a la vez a vosotras y a ésta, volviendo sobre la huella de mi anterior relato. Hay una ciudad, Cánobo, en el extremo del país, junto a la misma boca y alfaque del Nilo; allí Zeus, imponiéndote su mano serena, al simple contacto, te vuelve el juicio; y darás a luz un hijo, cuyo nombre recordará que hizo nacer Zeus, el negro Épafo, que recogerá el fruto de todo el país que riega el Nilo de ancha corriente. La quinta generación después de él, formada por cincuenta doncellas, volverá de nuevo a Argos no de buen grado, huyendo de unas bodas consanguíneas con sus primos; éstos, en el frenesí de su deseo, halcones que van a la caza de palomas, vendrán también dando caza a unas bodas prohibi­das. Mas un dios les negará lo que desean, y el país pelasgo los recibirá, vencidos por los golpes de un Ares femenino con una audacia que vela en la noche; pues cada esposa quitará la vida a su esposo tiñendo en el degüello una espada de doble filo. ¡Tal venga Cipris a mis enemigos! A una sola de las muchachas el encanto del amor no le deja dar muerte al compañero de lecho, sino que será ablandada en su resolución; de dos cosas preferirá una, ser llamada cobarde antes que asesina. Y ésta, en Argos; dará a luz a un real linaje. Sería necesario un largo discurso para exponerlo claramente; sabed, al menos, que de esta siembra nacerá el hombre valiente, famoso por su arco, que me librará de estos tormentos. Tal es el oráculo que me contó mi madre, la titánide Temis, de antiguo nacida. Mas, cómo y de qué manera, se necesita mucho tiempo para de­cirlo, y tú no ganarías nada con saberlo.

IO. ¡Ah, ah! Una convulsión, un delirio que turba mi mente, vuelven a abrasarme; el dardo sin forjar del tábano me hiere; mi corazón horrorizado palpita en mi pecho; mis ojos giran en sus órbitas. Arrastrada fuera del camino por un viento furioso de locura no gobierno mi lengua, y confusos pensamientos chocan al azar contra las olas de odiosa Ate.

(Io sale apresuradamente.)

CORO. Sabio, sí, sabio era el primero que concibió en su espíri­tu y formuló con la lengua que casarse según su rango es con mucho lo mejor, y cuando se es artesano no ambicionar unas bodas con gente enervada por las riquezas o envanecida por el linaje.

¡Ojalá que nunca, nunca, oh Moiras inmortales, me veáis aproximarme como esposa al lecho de Zeus, ni conseguir por marido a alguien de los dioses! Pues me estremezco al ver la doncella lo, hostil al varón, consumirse, gracias a Hera, en la fatigosa carrera de sufrimientos.

A mí, una boda con un igual, no me asusta. Lo que temo es que el amor de dioses poderosos me mire con su ojo inevita­ble. Pues es una guerra contra la cual no es posible la guerra, sin más esperanza que la desesperanza, y no sé qué sería de mí. Porque no veo cómo podría escapar a la voluntad de Zeus.

PROMETEO. En verdad, todavía Zeus, por altivo que sea de corazón, será humilde, según la boda que se dispone a con­traer, que lo arrojará aniquilado de su tiranía y de su trono. Entonces se cumplirá del todo la maldición de su padre Crono, que pronunció al caer de su antiguo trono. De estos trabajos, ningún dios, salvo yo, podría mostrarle claramente la solución. Yo lo sé y de qué forma. Después de esto, que esté sentado, animoso y confiado en los ruidos con que llena los aires, blandiendo en sus manos un dardo flamígero. Nada de esto le bastará para no caer ignominiosamente con una caída intolerable: tal es el adversario que se está preparando contra sí mismo, prodigio invencible, que encontrará una llama más poderosa que el rayo y un ruido más ensordecedor que el trueno; y dispersará el azote marino que sacude la tierra, el tridente, lanza de Posidón. Cuando choque con este mal, aprenderá qué diferencia hay entre mandar y ser esclavo.

CORIFEO. Tú rechazas, según tus deseos, a Zeus.

PROMETEO. Digo lo que se cumplirá y además lo que deseo.

CORIFEO. ¿Hay que esperar a que alguien mande sobre Zeus?

PROMETEO. Y tendrá que soportar fatigas más pesadas que las mías.

CORIFEO. ¿Cómo no tienes miedo de lanzar palabras como éstas?

PROMETEO. ¿Y qué puede temer aquel que está decretado que no muera?

CORIFEO. Puede enviarte una prueba más dolorosa que ésta.

PROMETEO. Que lo haga: todo lo espero.

CORIFEO. Sabios son los que se inclinan ante Adrastea.

PROMETEO. Adora, implora, adula al poderoso del momento; a mí me importa Zeus menos que nada. Que haga, que mande como quiera durante este corto período; pues no reinará mucho tiempo sobre los dioses.

Pero veo a ese correo de Zeus, al servidor del nuevo tirano; se­guramente viene a comunicar algo nuevo.

(Llega Hermes conduciendo por sus sandalias aladas.)

HERMES. A ti, el diestro, sumamente mordaz, que ofendiste a los dioses, pasando a los efímeros sus privilegios, ladrón del fue­go, a ti te lo digo: el padre te manda decir qué bodas son ésas de que tanto alardeas por las cuales él caerá de su trono. Y esta vez explícate sin enigmas y cada cosa por separado. No me obligues, Prometeo, a un doble viaje, porque ya ves que Zeus no se ablanda con tus procedimientos.

PROMETEO. He aquí un discurso solemne y lleno de arrogancia, como de un criado de los dioses. Sois jóvenes y ejercéis un poder joven, y creéis que habitáis una fortaleza inaccesible a los dolores. Pero ¿no he visto ya a dos soberanos caídos de estas alturas? Y al tercero, al que ahora señorea, lo veré con más ignominia y rapidez. ¿Acaso te parezco tener miedo y agaza­parme delante de los dioses jóvenes? Mucho, más bien todo, me falta para ello. Y tú regresa de nuevo por el camino que seguiste, pues no sabrás nada de lo que intentas averiguar de mí.

HERMES. Sin embargo, con estas arrogancias de antaño has ve­nido a anclar en estos males.

PROMETEO. No cambiaría, sábelo bien, mi desgracia por tu ser­vil condición. Es mejor, creo, estar esclavizado a esta roca que ser el fiel mensajero del padre Zeus. Es así que a los ultrajes hay que corresponder con ultrajes.

HERMES. Pareces envanecerse de tu actual situación.

PROMETEO. ¿Yo envanecerme? Así viera yo envanecidos a mis enemigos. Y a ti te cuento entre ellos.

HERMES. ¿También a mí me acusas, de tus desgracias? PROMETEO. En una palabra, odio a todos los dioses que ha­

biendo recibido beneficios de mí me tratan inicuamente.

HERMES. Comprendo que deliras de una gran enfermedad ma­ligna.

PROMETEO. Estoy enfermizo si enfermedad es odiar a los ene­migos.

HERMES. Serías insoportable si estuvieras bien.

PROMETEO. ¡Ay de mí!

HERMES. Zeus no conoce esta palabra.

PROMETEO. El tiempo, al envejecer, todo lo enseña.

HERMES. Tú, sin embargo, todavía no sabes ser sensato.

PROMETEO. Ciertamente, no habría hablado a un criado como tú.

HERMES. Parece que no quieres decir nada de lo que desea el padre.

PROMETEO. Estando en deuda con él, debería devolverle el favor.

HERMES. Te burlas de mí como si fuera un niño.

PROMETEO. ¿No eres un niño y algo más simple todavía, si es­peras saber alguna noticia de mí? No hay ultraje ni artificio con cuales me impele Zeus a declarar esto antes de que desate estas cadenas infamantes. Según ello, que lance la llama de­voradora, que con la nieve de blanca ala y con truenos subte­rráneos confunda y agite todo el universo; nada de ello me doblegará hasta revelarle por quién ha de caer de su tiranía.

HERMES. Mira si esta actitud te resulta útil.

PROMETEO. Hace tiempo que todo está visto y decidido.

HERMES. Decídete, insensato, decídete a razonar bien ante estos sufrimientos.

PROMETEO. En vano me importunas, como si exhortaras a una ola. No imagines que un día, asustado por el decreto de Zeus, llegue a ser de alma mujeril y suplique al gran odiado, levan­tando hacia él mis palmas a guisa de mujer, para que me libere de estas trabas.

HERMES. Me parece que, si hablo, voy a hablar mucho y en vano, pues en nada te conmueves ni ablandas con ruegos; sino que mordiendo el bocado como un potro recién domado, te re­belas y luchas contra las riendas. Sin embargo, tu violencia se funda en un débil razonamiento: pues la obstinación, para el que razona mal, nada puede por sí misma. Considera, si no te convencen mis palabras, qué tempestad, qué triple ola de desgracias te caerá inexorablemente encima. Primero, ese es­carpado pico, con el trueno y la llama del relámpago, el padre lo hará pedazos y esconderá tu cuerpo que quedará aprisio­nado en los brazos encorvados de la piedra. Cuando haya transcurrido una larga duración de tiempo, regresará nueva­mente a la luz; pero entonces el perro alado de Zeus, el águi­la sangrienta, desgarrará vorazmente un gran jirón de tu cuerpo, un comensal que, sin ser invitado, vendrá todo el día a regalarse con el negro manjar de tu hígado. No esperes un término de este suplicio hasta que aparezca un dios dispuesto a sucederte en los trabajos y se ofrezca a descender al tenebroso Hades y a las oscuras profundidades del Tártaro. Ante esto, t reflexiona; pues no se trata de una jactancia fingida, sino de una palabra muy bien pronunciada. Porque la boca de Zeus no sabe mentir, sino que cumple todo lo que dice. Tú mira bien y medita y no creas jamás que la insolencia sea mejor que el prudente consejo.

CORIFEO. Para nosotras, Hermes no parece hablar desatinada­mente: porque te invita a dejar la arrogancia y a buscar la sabia discreción. Escucha: para un sabio es vergonzoso persistir en el error.

PROMETEO. Conocía yo el mensaje que ése ha vociferado; pero que un enemigo sea maltratado por enemigos, no es deshon­roso. Así pues, que lance contra mí el rizo de fuego de doble filo, que el éter sea agitado por el trueno y la furia de vientos salvajes; que su soplo sacuda la tierra y la arranque de sus fundamentos con sus raíces; que la ola del mar con áspero bramido confunda las rutas de los astros celestes; que precipite mi cuerpo al negro Tártaro en los implacables torbellinos de la Necesidad. Sin embargo, él nunca me hará morir.

HERMES. Tales son los pensamientos y las palabras que es posible oír de seres sin juicio. ¿Qué falta a su suplicio para ser un de­lirio? ¿Se relaja en sus furores? Pero en todo caso, vosotras que compartís sus sufrimientos, retiraos aceleradamente estos lu­gares, no sea que el mugido implacable del trueno aturda vuestros sentidos.

CORIFEO. Háblame de otras maneras y exhórtame en términos que me convenzan, pues de ninguna manera se puede tolerar la palabra que acabas de soltar. ¿Cómo puedes obligarme a practicar villanías? Con éste quiero sufrir lo que sea preciso, pues he aprendido a odiar a los traidores, y no hay peste que aborrezca más que ésta.

HERMES. Bien, pues, no olvidéis lo que ahora os prevengo, y cuando seáis botín de la calamidad no reprochéis a la fortuna y nunca digáis que Zeus os lanzó a un padecimiento impre­visible, sino, en verdad, vosotras a vosotras mismas. Porque sabiéndolo y sin sorpresas ni engaño os encontraréis por vuestra locura prendidas en la red inextricable de Ate.

(Hermes se retira. El huracán empieza a desencadenarse y la tierra a temblar.)

PROMETEO. Ahora no se trata ya de palabras sino de hechos: la tierra tiembla, al tiempo que en sus zigzagueantes profundi­dades muge el eco del trueno; relámpagos fulguran encendi­dos; torbellinos agitan tolvaneras; soplos de todos los vientos saltan unos contra otros, anunciando una lucha de hostil aliento; se mezclan confundidos el cielo con el mar. Tal es el ímpetu de Zeus que, intentando asustarme, avanza claramente contra mí. ¡Oh majestad de mi madre, oh Éter que haces girar la luz común a todos! ¡Ya veis de qué manera tan injusta!

(Las rocas, con Prometeo y las Océanides, se sumergen estrepi­tosamente entre rayos y truenos.)



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