domingo, 31 de mayo de 2009

Hacia una interpretación Lihngüística de la infancia

23:48

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Hacia una interpretación Lihngüística de la infancia El breve poema la infancia, presente en “La musiquilla de las pobres esferas” nos presenta en su laconismo una imagen nostálgica fugaz y fantasmagórica de la niñez. Una fisura del ser, condenada como recuerdo a perecer, a ser borrada en su escritura o intento de captación; pues nunca existió con la vividez anhelada o quizá como fenómeno, en el proceso de vivirlo y luego recrearlo distante, desde la madurez, dejó de existir.

De modo paradójico esta memoria, como todo, nace para desaparecer y generar esa escisión permanente de ser arrancado, arrojado al mundo "real" lógico, el mundo de las verdades y certezas.

El poeta presenta estéticamente este conflicto memoria/realidad como una especie de postal o pintura de vivos colores que revela a través de ausencias latentes, espacios mudos que antaño encerraban risas y un dinamismo increíble. En palabras de Lihn, un sitio público, un adorno de plazoleta para el disfrute de nadie. Esto el tetas negras, en su versificación lo propone con un presente que se verifica en forma de glorieta vacía. El contraste es evidente, si pensamos lo que el poema dibuja en el encuadre inicial, una infancia feroz que se precipita con violencia similar a la pasión de la inocencia, hacia un destino ineludible, la extinción, “la nada”, ello delata nuestra absurda dicotomía que se debate entre los cantares de inocencia y experiencia. Tópico que Blake desarrolla de modo profundo en su mistificación poética. Vaso comunicante que Waldo Rojas en la nota preliminar de la edición de 1969 de La musiquilla de las pobres esferas, reconoce en Lihn en los siguientes términos:

Según el poema de Blake, de las cinco ventanas que iluminan la caverna donde vive el hombre, a través de la segunda escucha este la música de las esferas. Por las otras cuatro respira el aire contempla los viñedos, mira la porción de mundo eterno que le es atribuida, y, la ultima, le sirve de acceso al exterior, al mundo de la real, siempre que el hombre desee y este dispuesto a hacerlo, pues —concluye el verso— "dulces son las alegrías furtivas y el pan comido en secreto". La poesía ha orquestado hasta la estridencia esa música de las esferas, y la "alquimia del verbo" cuya piedra filosofal ha terminado por fantasmagorizar lo que recibe su tacto, ha terminado a su vez por volver tarareo anodino esas postradoras resonancias, apenas un eco trastabillado. Cegadas las cuatro ventanas de Blake, a través de la restante fluye a los oídos el sonsonete vacuo, lira envilecida, de la musiquilla de las pobres esferas, lema de estos poemas y acertado titulo para esta poesía de la contradicción.

De manera que en lo implícito del poema de Lihn, subyace a través de los no dicho, gracias al encuadre que el autor hace en el juego de eludir y evidenciar, una capacidad viva de hacer emerger ante el lector y sus expectativas, un mundo subterráneo cubierto por la bruma; en este caso, por la llamada amnesia infantil que se extiende como mecanismo de represión y seguridad ante aquella realidad iniciática que tiende a desaparecer al convertirnos en seres simbólicos, producto del re-encauzamiento de nuestras pasiones y automatización de la conducta. Esto podemos relacionarlo con uno de los poemas emblemáticos del autor, La pieza oscura. Allí el poeta expone el control del mundo núbil y el despertar sexual, rayando en el incesto: Irreprimible libertad ante la vigilancia de los sempiternos adultos

Dejamos de girar por el suelo, mi primo Angel vencedor de Paulina, mi hermana; yo de Isabel, envueltas ambas ninfas en un capullo de frazadas que las hacía estornudar —olor a naftalina en la pelusa del fruto—. Esas eran nuestras armas victoriosas y las suyas vencidas confundiendose unas con otras a modo de nidos como celdas, de celdas como abrazos, de abrazos como grillos en los pies y en las manos. (…) ¿Qué será de los niños que fuimos? Alguien se precipitó a encender la luz, más rápido que el pensamiento de las personas mayores. Se nos buscaba ya en el interior de la casa, en las inmediaciones del molino: la pieza oscura como el claro de un bosque. Pero siempre hubo tiempo para ganárselo a los sempiternos cazadores de niños. Cuando ellos entraron al comedor, allí estábamos los ángeles sentados a la mesa ojeando nuestras revistas ilustradas —los hombres a un extremo, las mujeres al otro— en un orden perfecto, anterior a la sangre.

Otra vinculación de este fenómeno que raya en las fronteras de la memoria (lo verosímil) y el presente (lo verdadero), nos remite al ideario que el autor expone en el prólogo del año 2008 en la reedición del poemario La musiquilla de las pobres esferas –llegue a estas ideas consecuentemente pero sin proponérmelo.

Esta fragilidad ambigua entre un mundo posible, explorable mas no real, ubicado en los recuerdos y otro aprehensible pero fugaz, el presente que se vive episódicamente construyendo las imágenes que serán cuestionados por la lógica veraz del futuro como materia de una praxis escritural o vida que se va redactando segundo a segundo; reafirma la noción de Lihn como poeta y creador de paso, ultra-consciente y resignadamente moderno, cansado de esta transitoria e insuficiente alquimia del verbo,

En su escritura definitivamente el chileno estrecha lazos con una contemplación de los primeros e inocentes años sin embargo ante lo pretérito, se impone la imagen del cordero, la sumisión y el paraíso perdido ante la docilidad artificial del hombre.

Sin embargo Lihn como otros, no muere en su resignación por ende su palabra de mudo y balbucear pide continuar ante lo incierto y precario tal como el sin nombre de Beckett o el Vladimir y Estragón que esperan a Godot. Actuar que en concreto se realiza como única solución a nuestra realidad. Así nace otro par, nostalgia / motivación de crear.

De la carencia, del arrebato, surge el grito del juglar

Ocio increíble del que somos capaces, perdónennos
los trabajadores de este mundo y del otro
pero es tan necesario vegetar.
Dormir, especialmente, absorber como por una pajilla delirante en que todos los sabores de la infelicidad se mixturan


En otras palabras en la precariedad infranqueable y fantásmatica germinan las dos caras del mismo proceder, lo abyecto y esperable.

Ambos polos consiguen introyectarse en el poema infancia, por ello podemos percibir el modo en que nuestros recuerdos episódicos en un intento desesperado desde la consciencia, mas bien la hiper-consciencia intentan revivir esa ferocidad de tigre que Blake pinta en sus versos, rondando entre los bosques de luz, lo que no podemos olvidar es que uno se ha tornado ese yo simbólico, cordero que reemplaza al semiótico felino, preso en las esferas del verbo y sus cadenas sintácticas se elevan llenas de discursos normativos y regulatorios y por lo mismo, ajenos o distanciados más allá de la expresión, en el plano del enunciado no performativo, sino evocativo. Esto último, lleva al hablante a conceptualizar la infancia como un juego floral como una aventura primaveral y fértil que de modo variado y variable pero previsible, se debate con ferocidad y sin represión aunque condenada inequívocamente a la extinción. Como dice Lihn en el poema, la infancia tenderá a convertirse en música, un simple telón ambiental en una zona para nadie en un espacio pintado con el desen-canto general de la goma de borrar

La infancia: el tema de unos juegos florales
relativamente feroces, pero en fin, música
alrededor de una glorieta vacía.

En conclusión Lihn, irónica, consciente y sin proponérselo tal vez , deconstruye a través de una conceptualización poética, plagada de exclusiones, el carácter total de ausencia de todas las ausencias. Las de todos y de nadie. Tan así que se tambalea la noción de tiempo, memoria, inocencia, verdad, sueño y sobre todo poesía, en su amplio sentido de creación, de estilo, de retórica, de voz, de hombre inmerso, sujeto en la incertidumbre de una pobre musiquilla, el sonsonete de la palabra.

Autor: Daniel Rojas Pachas.

Publicado en; Poeta Enrique Lihn.



viernes, 29 de mayo de 2009

Graziella Link por Juan Rodolfo Wilcock

5:27

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Graziella Link
Juan Rodolfo Wilcock


Al lado de Graziella Link una cerda parecería flaca, un elefantito esbelto, una pelota no lo suficientemente redonda; pero ella se maquilla con tanto estilo que logra parecer lo que en el fondo, muy en el fondo, bajo quintales de grasa, es: una mujer. Y ¿por qué no? también en la superficie, y ¿por qué no?, una mujer hermosa. Sea como fuere está siempre alegre; las canciones más estúpidas afloran continuamente a sus labios, sus ojitos destellan, su risa musical repiquetea ante las situaciones más fúnebres, más luctuosas. Actúa, más por placer que por dinero, en el teatro de variedades. Como no puede caminar, sólo mantenerse en equilibrio sobre dos piecitos desproporcionadamente pequeños, cuatro jóvenes la llevan en vilo hasta el escenario; ella saluda dándose tres golpecitos con un abanico sobre el pecho circular, y canta. Risueña gorjea, contenida desvaría, radiante se exalta:

¡Cu-cú, cu-cú
mi amor eres tú,
pícaro Barbazul,
cu-cú, cu-cú!

Desde que se quedó completamente calva usa una peluca refulgente; vista desde la platea, su cabeza asoma sobre su cuerpo como un sol que se pone tras una montaña, o más bien como una aurora. De ella emana tanto calor que las lamparitas del escenario se derriten. Al final el público siempre le pide un strip-tease, y ella lo hace: con premeditación, lleva un vestido adecuado, le basta dar un tironcito a un bretel y todo cae. Los aullidos aclaman la redondez emergente, el calor de ese cuerpo anaranjado como un sol de verano provoca desmayos en los espectadores de las primeras filas, los custodios del pudor no tienen nada de qué quejarse, porque nada puede haber de impúdico en una esfera, en una naranja, por más desnuda que esté. Ella, mientras tanto, sin dejar de sonreír y de tirar besos, con brevísimos movimientos de los pies, comienza a girar y trina:

De la comunión de los santos
sólo a San Pedro venero:
ya me vieron por delante
ahora véanme el trasero.

El hecho es que de espaldas emite aun más calor que de frente, a tal punto que los jóvenes que la asisten en escena deben acudir con una sábana mojada y envolverla rápidamente, por temor cuanto menos a un incendio. Graziella Link se deja envolver y trasladar fuera del escenario, y a lo lejos todavía resuenan sus gorjeos dementes, sus escalas idiotas, sus coplas imbéciles. En ella vence la redondez, triunfa la gordura; sin embargo dicen que prefiere los cortejantes minúsculos.



miércoles, 27 de mayo de 2009

La feria del libro de Madrid y los paladines de la imprenta.

23:14

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El delirio de persecución de los organizadores, libreros y casas editoriales de la feria del libro de Madrid de este año, a inaugurarse el 29 de mayo, es perfectamente entendible mas no por eso menos preocupante y digno de discusión. En su reglamento de participación, colocan el siguiente párrafo que transcribo textual:

Artículo 6 del reglamento sobre Sujetos Excluidos: “IV. Los libreros, editores, distribuidores y servicios de publicaciones de organismos oficiales e instituciones públicas que se dediquen principalmente a la venta, edición y distribución, respectivamente, de libros electrónicos o de libros que se publiquen por Internet o mediante cualquier otro soporte distinto de la tradicional edición impresa“.

La explicación sobra, la normativa se limita a excluir como expositores a todos los representantes del libro digital o ebook desde grupos editores, casas independientes, promotores de software y autores que han optado por dar a conocer su obra a través de este medio virtual

El debate de cualquier modo, no es nuevo, sin embargo cada día se hace más ineludible ante la proliferación de revistas, editoras e incluso espacios de autoedición como Bubok o Lulu.com, abiertos a todo el que tenga la calidad para ser publicado o en su defecto, este dispuesto a pagar la aventura de jugar a ser escritor por un día.

Como en todo ámbito, hay criterios diversos, encontramos espacios en la web que abogan por el arte y su difusión con rigurosas normativas y por supuesto también hay foros, receptivos a cualquier tipo de material, sin obviar claro, aquellos negociados que ofrecen sus servicios como correctores de estilo, grupo editor o distribuidora.

Lo que es claro, es la polarización que genera esta polémica, para muchos internet es un mero simulacro, una ofensa a la tradición e institucionalidad sacrosanta del códice de papel y el correspondiente control que debe hacerse de manera estricta antes de parir cualquier vástago que se autodenomine literatura.

En cambio para otros internet y sus espacios en la conocida modalidad you tube, me refiero a casos de portales de difusión como issuu y scribd y el formato pdf como punta de lanza, constituyen una alternativa libertaria, anticapitalista y propia del "do it yourself" para estos, el lector siempre tendrá la última palabra así lo juzgó la feria del libro de Sevilla realizada hace unas semanas atrás, esta a diferencia de lo que piensan los organizadores de la feria de Madrid, incluyó entre sus participantes a editores digitales, permitiendo además la presentación de estos en mesas de discusión, a fin de tratar el cruce de ambas propuestas, proyecciones e implicancias que ha generado y seguirá trayendo el maridaje papel-bytes

A juicio de muchos, el lector gracias a Internet se beneficia con un acercamiento inicial a las obras, pues el verdadero interesado como ocurre con los CDs y DVDs., no dejará de adquirir el texto en papel, pero podrá tener un mejor pie para decidir su compra, sin tener que pagar a ciegas cerca de 20 dólares por un libro, cuyas únicas referencias son la publicidad y anticipación que nada tiene que envidiar a un blockbuster de Hollywood y los reviews de supuestos especialistas que trabajan para la editorial aún cuando, el texto ni de cerca, supera a un fanfic de cualquier cristiano apócrifo.

Este cisma nos plantea por un lado a los herejes que desafían al coloso impreso, reformistas anárquicos que pretenden difundir el libro a como de lugar lanzándose a galope a la modernidad en forma de hipervínculos mientras que en la otra esquina atrincherados levantan armas los herméticos señores feudales de los grandes sellos y librerías que a ultranza abrazan su monolito sagrado de papel.

La pregunta es ¿Cómo quedamos ubicados nosotros en medio de esta discusión? y ¿qué implicancias tiene esto más allá de la literatura? pues la literatura está en otra parte, y este tema más bien atañe a temas conexos y para nada intrínsecos del arte literario. Algunos de estos lugares comunes a debatir son la libertad de expresión, la piratería, los medios independientes y ciudadanos, la libertad de informarse, la economía e incluso la ecología.

Por ello cuando alguien pronuncia la palabra libro, o se pasea por una feria de pulgas entre textos usados, antiguos y ajados por su manipulación u olvido, o quizá nos topamos con un luminoso anaquel de lindos mamotretos empastados que versan sobre magos, vampiros, conspiraciones iluministas o reediciones de clásicos imprescindibles en toda biblioteca que se precie, los cuales son vendidos a precios exorbitantes en proporción a otros títulos ninguneados; no esta de más preguntarse si estamos ante un “dinosaurio”

Al menos podemos afirmar que el libro como lo conocemos, esta mutando. Ese objeto sacro que ha acompañado al hombre haciendo gala de todos sus tamaños, magnitudes, colores y valores, desde que Gutenberg se volviera loco con su maquinita y echara a correr la bola de nieve constituyendo uno de los pilares culturales de nuestra cosmovisión, se halla en un proceso de metamorfosis similar a un abandonado Gregorio Samsa. Ello no implica decir que el libro ha muerto, como cada cierto tiempo algún apocalíptico gurú profetiza con respecto a su arte o medio, sin embargo lo que si me atrevería sin pudor a sugerir es que el libro en papel, ha perdido debido a condiciones externas, gran cantidad de prestigio y lo único que pervive con fuerza de ese titán, es el nostálgico placer que nos produce manipularlo y transportarlo en nuestro bolsillo o mochila, camino al trabajo o de vuelta a casa a bordo de la locomoción en esos minutos perdidos.

Empero, a la luz de los factores aludidos, que van desde lo ecológico a lo netamente económico, resulta lapidario como lógico en su practicidad, cada uno de los argumentos, que con fines diversos, han servido para bombardear la noción clásica de libro; por ello no es de extrañar el pavor de la gente de esta feria ibérica pues es mucho lo que está en juego. A diferencia de la radio o el cine, que han encontrado en Internet un nicho o brazo derecho en su cruzada difusora, el libro, mas no así la lectura y escritura (pensemos en lo blogs y en todos los medios que han pluralizado la tarea), parece fisurarse por las mismas políticas de esos paladines editoriales.

Un ejemplo burdo tomado del programa de comedia norteamericano Saturday Night Live, nos ejemplifica el tema, Tina Fey, guionista y comediante en un sketch emblemático de este show, al emular el formato de noticias señalaba “La próxima entrega de la saga de J.K Rowling se llamará Harry Potter y el fin de la selva tropical” aludiendo a la tala de árboles, a las ventas desmesuradas a nivel internacional del producto generado por la inglesa y sobre todo al carácter de mega saga traspasable al cine que tiene el texto, esto nos remite al comportamiento de las editoriales dantescas que solo publican como dirían algunos, sandias caladas, bestsellers que ya firmaron con Hollywood para la trilogía y premios nobeles que se distribuyen en magnitudes ridículamente enormes, mientras que un libro de poesía, colección de cuentos o ensayos cubre un 0.0001% de la población de un país.

En definitiva, quién puede culpar a los escritores que buscan una opción, o a los lectores que quieren elegir con mayor certeza y por otro lado quién puede culpar a los editores y libreros de la feria de Madrid y los que como ellos, tiemblan al sentir que el segmento que por años han tenido domesticado, empieza a preferir un download o escanear una obra antes que comprarla, pues al menos ahora, siquiera tenemos la posibilidad de tener un anticipo del libro y decidir por nosotros mismos, en función de nuestro criterio y gustos, en lugar de avalarnos únicamente por lo que dice un critico al uso que trabaja para los dueños del merchandising, pues eso son, y así como algunos se dedicaron a vender zapatillas o perfumes , estos optaron por transar con arte y cultura, y en el proceso, mucho de lo que difunden está lejos de calificar en ese campo; habrá que aprender a convivir con ambos medios y lo bueno y malo que acarrean en su interrelación, pues la caja de Pandora esta abierta y a la vista, no parece haber norma o palabra que tumbe este simulacro mas real de lo que virtualmente algunos quisieran creer.

Daniel Rojas Pachas.



Revista Cinosargo cumplió un año y presenta sus trabajos y lo que se viene en este segundo año.

0:13

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Revista Cinosargo cumplió un año y presenta sus trabajos y lo que se viene en este segundo año 2009-2010. Dentro de nuestras novedades, presentamos la vinculación especial que nos une con un proyecto en paralelo, se trata de nuestros amigos del Taller de Comic Engranaje, con quienes hemos trabajado en el pasado, contando siempre con su gran apoyo, sin embargo hemos querido oficializar nuestro nexo, por tanto ellos pasan a formar parte de nuestra línea dedicada al comic, o en otro sentido del eje, nosotros pasamos a formar parte de su veta literaria. A partir de este momento, empezaremos a gestar una serie de proyectos interdiscursivos que presentaremos junto a nuestras bitácoras, revistas mensuales y publicaciones tanto digitales como en papel.

Engranaje y Cinosargo tienen la palabra!!!!!!!!!!!!!

Podemos agregar que también el lapiz y las viñetas.



EDICIONES DIGITALES

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Intromisiones, radiogramas y telegramas de Wilfredo Carrizales - Antología de poesía y fotografía. (leer)


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Gramma: Editorial Cinosargo

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"Realidades Dialogantes"

Editorial Cinosargo



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ESPECIALES DE POESÍA.

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Quinta edición de la Revista la Santísima Trinidad de las cuatro esquinas

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domingo, 24 de mayo de 2009

Estrenamos el número XI de Revista Cinosargo - Edición de Abril del 2009

9:08

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Estrenamos el número XI de Revista Cinosargo - Edición de Abril del 2009


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Editorial.

A PASOS AGIGANTADOS NOS PRECIPITAMOS A CUMPLIR NUESTRO PRIMER AÑO COMO REVISTA, Y SIN PUDOR, PODEMOS AFIRMAR A LA FECHA, NUESTRA CONDICIÓN DE EDITORIAL INDEPENDIENTE, MEDIO DIGITAL CON MÁS DE 20 EDICIONES Y EN PAPEL, POSEEDORES DE DOS TÍTULOS QUE YA HAN EMPEZADO A RECORRER EL MUNDO A TRANCO LARGO. SE VISLUMBRA EN NUESTRO PANORAMA, UNA SERIE DE PROYECTOS POR ELLO, AÚN CUANDO, PRODUCTO DE LA GRAN CANTIDAD DE TRABAJO NOS RETRASAMOS UN POCO EN LA ENTREGA DE ESTE EJEMPLAR DE ABRIL, NO PODÍAMOS PASAR POR ALTO NUESTRA OBLIGACIÓN DE PROVEER LA REVISTA MENSUAL DE CINOSARGO, QUE EN ESTA OCASIÓN, TRAE UNA GRAN CANTIDAD DE MATERIAL DESTACADÍSIMO PARA LOS AMANTES DE LAS LETRAS LATINOAMERICANAS Y UNIVERSALES. TEXTOS DE ANÁLISIS DE AUTORES CUBANOS, PERUANOS, VENEZOLANOS Y CHILENOS, CUENTOS Y CRÓNICAS DE CIENCIA FICCIÓN, LITERATURA ERÓTICA, REVISIÓN A REVISTAS DE ANTAÑO QUE INTERDISCURSIVAMENTE PROMOVIERON EL ARTE Y ASIMISMO, LA REVISIÓN DE LOS TAN CUESTIONADOS GÉNEROS. UNA VEZ MÁS, CINOSARGO SE ABOCA DE LLENO A HURGAR EN LOS MÁS RECÓNDITOS EXTREMOS DE LA PRODUCCIÓN LITERARIA Y TENEMOS EL PLACER DE DAR A CONOCER UN NUEVO VASTAGO DE NUESTRO INGENIO QUE SOMETEMOS A SU APRECIO COMO LECTORES JUICIOSOS. HASTA LA PRÓXIMA ENTREGA, QUE TRAERÁ MUCHAS NOVEDADES PARA LA REVISTA Y PARA EL UNIVERSO CINOSARGO, A DOS AÑOS DE DAR VIDA A ESTE COLOSO, NOS DESPEDIMOS POR EL MOMENTO.

Cinosargo tiene la palabra!!!!!!!!!

Daniel Rojas Pachas
Director de Revista Cinosargo.
24/05/09



SUMARIO


-SOBRE LOS HOMBRES Y LAS BOTELLAS
POR DANIEL ROJAS P.

-RING DE BOXEO
POR WILFREDO CARRIZALES (CUENTO)

-EL IRRENUNCIABLE COMPROMISO
DEL PERIODISTA CULTURAL POR CARLOS CABRERA

-EN LOS EXTRAMUROS DE VERÁSTEGUI
POR JOSÉ CÓRDOVA

-SOBRE EL MUSIQUERO
POR JOSÉ MARTÍNEZ FERNÁNDEZ

-ESTRELLAS
POR GUILLERMO FERNÁNDEZ E. (CUENTO)

-BRAGAS
POR ANA PATRICIA MOYA (CUENTO)

-GABRIELA MISTRAL CRIATURA DEL UNIVERSO
POR ARTURO VOLANTINES

-ABRIGO ESBOZO: SOBRE VICENTE GERBASI
POR MILAGRO HAACK

-EL BUDA DE PAPEL
POR R. GABRIELLI

-GALAXIAS CONDENADAS
POR AS-ZETA Y ADDICTION KERBEROS

-SEMBLANZAS PROFUNDAS: G.C.I
POR DANIEL ROJAS PACHAS.



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Estrenamos el onceavo número de Revista Cinosargo -Marzo del 2009


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sábado, 23 de mayo de 2009

Estrenamos el quinto número de la revista La Santísima trinidad de las cuatro esquinas.

11:05

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Como parte de la celebración de nuestro primer año como revista y editorial, estrenamos el quinto número de la Revista la Santísima Trinidad de las cuatro esquinas con notas de:

José Martínez Fernandez

Rolando Gabrielli

Juan Carlos Gómez

Arturo Volantines

Rodrigo Ramos Bañados

y Daniel Rojas Pachas.


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Segunda edición de La Santísima Trinidad de las cuatro esquinas.

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Estrenamos la primera edición de La Santísima Trinidad de las cuatro esquinas.

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martes, 19 de mayo de 2009

WITOLD GOMBROWICZ, HORACIO SACCO, DANIEL ROJAS PACHAS Y CARLOS ECHINOPE

22:45

JUAN CARLOS GÓMEZ GOMBROWICZIDAS


HORACIO SACCO, DANIEL ROJAS PACHAS Y CARLOS ECHINOPE


Es muy difícil analizar a un hombre cuando se lo recorta de la totalidad de su humanidad, es por eso que el pensamiento se resbala con facilidad cuando hace indagaciones sobre una persona en términos de homosexual o de negro o de judío, abriéndole las puertas, la mayor parte de las veces, a los prejuicios y a la arbitrariedad, siendo la homosexualidad un virus que puede afectar tanto a los negros como a las judíos.
La discriminación es una actitud que tiene alcances diferentes, los españoles se han especializado a través de los siglos en discriminar a los vascos, el mundo entero discrimina a los judíos y a los negros, y una región indeterminada del planeta discrimina a los homosexuales. Yo mismo, hijo, nieto, bisnieto, tataranieto... de españoles hago discriminaciones con los vascos.

Sin embargo, a raíz de la aparición de Witold Gombrowicz y Damián Ríos y Witold Gombrowicz, Washington Cucurto y Pablo Urbanyi, recibí acusaciones de que también hago discriminaciones con los negros y con los boludos. Es necesario que copie entonces las palabras por las que fui condenado.
Mis aventuras con el Negroide Piquetero empezaron en el café Tortoni de una manera amable, con el paso del tiempo entraron en crisis, finalmente tuve que hacer unas paces estratégicas el día que presentamos Gombrowicz, este hombre me causa problemas en la hermosa mansión que la Embajada de Polonia tiene en Palermo Chico. Nos habíamos peleado a muerte, por fortuna yo conozco la técnica para manejar a los negros. Los negros son más parecidos a los animales que nosotros, los blancos, aunque los blancos ya estamos pareciéndonos bastante a los negros en ese sentido (...)

Le temen a lo desconocido, se deslumbran con las cosas brillantes, son más sensuales y lascivos que los blancos. La cuestión es que resulta mucho más complicado hacer las paces con un blanco que con un negro, a un negro hay que sobarlo un poco, y ya está. Cuando descubrí que era un negro mentiroso e irresponsable hablé directamente con uno de los dueños de la editorial utilizando cierta información escabrosa que me había suministrado el Perverso (...)
El Perverso, editor de Cuenco de plata, quería vengarse del Negroide Piquetero, le tenía mucha rabia a él y a Guadalupe Salomón a la que motejó de Mejillona. El Negroide Piquetero cuando se enteró de mis maniobras empezó a temblar como una hoja (...)

Aproveché ese estado de terror a lo desconocido que se había apoderado de él, muy característico de las personas de su color, un pánico que le malograba la naturalidad del comportamiento, y entonces lo invité a sentarse a mi lado en la mesa de ceremonias de la embajada, cosa que hizo sin chistar. Luego, mientras los otros presentadores hablaban y hablaban sin parar, lo empecé a sobar, comencé con el hombro derecho, después bajé un poco y lo masajeé en las costillas y terminé sobándolo en la rodilla izquierda, finalicé mi tarea derritiéndolo, estaba tan contento como un perro, quedamos mucho más amigos que antes de la pelea. Pero esta reconciliación duró poco tiempo
El contratiempo que tuve con el Contrahecho fue posterior y más duro todavía, pues si el Negroide Piquetero se sintió aludido por su color el Contrahecho se sintió aludido por ser imbécil.

La mala noticia me puso de manifiesto que también Thomas Mann puede despertar los más bajos instintos a un gombrowiczida contrahecho que se esconde en el anonimato detrás de una banda de forajidos. En efecto, El rey está desnudo es una revista que se presenta como creada, ideada y registrada por Pablo Urbanyi. El consejo de redacción permanente está formado por todos los hombres de buena voluntad, los bienaventurados de quienes nunca será el reino de los cielos y los últimos que jamás serán los primeros, así rezan sus palabras iniciales (...)
Eligieron uno de los pasajes memorables de los escritos de Gombrowicz para presentarse como gombrowiczidas. El Contrahecho es un escritor argentino nacido en Hungría que vive en Canadá, y que admira a Gombrowicz según lo manifiesta en una entrevista que le hace una escritora argentina que vive en Australia

Hace unos meses recibí de El rey está desnudo unas líneas que me despertaron la curiosidad: Bueno chico, basta de ego web. Yo leo a Gombrowicz y no ando colgándome de él. Gracias de todas maneras aunque no lo haya pedido ni vos preguntado si me interesaba. Pero fue precisamente el gombrowiczidas al que di en llamar Thomas Mann el que despertó la furia de esta banda de forajidos cuyo jefe es el Contrahecho: La verdad es que nunca te pedí un cuerno para que me rompieras las que sabés con tus notas improvisadas. Pero esto ya es demasiado: escritor o no, bueno o malo, Thomas Mann fue un reverendo hijo de puta pequeño burgués forrado de guita al servicio de USA que dejó morir de hambre a Musil, diez veces más grande que él. Averiguá también las razones del suicidio de su hijo (...)

Antes de seguir adelante con esta historia verdadera debo manifestar que los personajes del título, es decir, el Gran Ortiba, el Perro Uno y Poncio Pilatos son editores entrañables a los que les estoy eternamente agradecido. El Oriba, Cinosargo y Letras Uruguay publican todo lo que escribo con paciencia de santo a pesar de mis reiteradas cabronadas. La primera actuación de los dramatis personae del presente gombrowiczidas fue la del Perro Uno.
A la fecha creo que hemos mantenido una relación saludable y fraterna entre Cinosargo y tu obra, la cual nos gustaría sostener, sin embargo te tengo que comentar que con la última nota de Gombrowiczidas en la cual se hace mención a la persona de Damián Rios Cinosargo tiene un problema (...)

Hay un párrafo que como línea editorial nos parece insostenible e impublicable, es aquel en que se satiriza a la gente color y piel morena, llamándolos negros a la par que se les compara con animales. Nos parece un texto que eventualmente podría ofender a nuestro público, te reitero que nuestras políticas de publicación son bastantes libres, siendo los principios claves: calidad y respeto (...)
Yo no dudo de tu talento y calidad como redactor, sin embargo en este artículo en particular me parece que la línea del respeto se adelgaza demasiado, y se atenta indirectamente contra mucha gente. Es la opinión unánime del grupo que ha optado por retirar esta nota en particular, espero lo entiendas y podamos seguir siendo un espacio para tu quehacer literario (...)

Ahora, como escritor, yo entiendo su molestia al tener que apreciar como era retirada la nota de Damián Ríos, el hecho es que aún cuando yo soy el director y puedo entender como lector y creador su estilo amigo Gómez y por ende lo defendería a capa y espada, también debo velar por la preservación de este medio, y como sabrá los enemigos de la cultura y el libre pensamiento son muchos, a raíz de esa nota, nos bombardearon con mails de todo tipo, desde ofensivos hasta otros más comprensivos y alturados, el hecho es que se llegó a hablar incluso de cerrar el espacio, usted sabe como funciona internet y los servidores con ciertos temas (...) En definitiva, no somos catones, no soy un censurador miserable, y gombrowiczidas, siempre que así usted así lo quiera, seguirá saliendo como hasta ahora

La actuación siguiente fue la de Poncio Pilatos cundo el Negroide Piquetero le pide expresamente que retire de Letras Uruguay mi Witold Gombrowicz y Damián Ríos.
Acabo de leer una nota en su revista en donde se hace referencia a mi persona en términos racistas y xenófobos, además de discriminar y de proveer información falsa (...) No se trata de algo personal, no me incomoda que un racista me trate de negroide; de hecho, es casi un orgullo. Pero, señor editor, lo que queda en duda es si la nota y las expresiones en cuestión están avaladas por usted, que vendría a ser el responsable de la edición
Letras, como tú sabes Gómez, lo mantengo de mi bolsillo y lo llevo adelante con mi tiempo, que debería ocupar en otras tareas y en descanso (...)

Bastantes problemas tengo en el mundo real como para agregarles más en el virtual. Una vez sola una persona se molestó porque había incluido a un escritor uruguayo, aduciendo una cuestión de derechos sucesorios .. lo retiré; luego me pidió que lo incluyera nuevamente, cosa que no hice. Pretendo que Letras sea un lugar de encuentro, no de desencuentro, ni que nadie se sienta agraviado. Es muy difícil agradarle a todos
La tercera actuación también fue de Poncio Pilatos cuando el Contrahecho le pidió que retirara de Letras Uruguay mi Witold Gombrowicz, Washington Cucurto y Pablo Urbanyi
Yo no acostumbro a quejarme en este mundo intelectual tan confuso. Pero ciertas cosas tienen un límite (...)

Ustedes tienen una páginas del señor Juan Carlos Gómez, argentino, que supuestamente las dedica a Gombrowicz, pero que tiene las miras tan amplias como para hacerme el honor de nombrarme, poner mi foto e insultarme (...)
Te agradecería infinitamente que te tomaras la molestia de limpiar esta triste suciedad, pues por razones de copyright (la foto) y por inconducta e inmoralidad en el Internet, tanto vos como tu revista, por culpa de ese señor, podrían llegar a tener problemas judiciales
La última actuación fue la del Gran Ortiba, una actuación memorable que lo distingue por su valentía pues El Ortiba no admite la censura, en verdad, tampoco la admiten ni el Perro Uno ni Poncio Pilatos, pero el Gran Ortiba tiene un respaldo más poderoso.

Entiendo que algunas cosas tuyas pueden mover algunas susceptibilidades, pero tu respuesta fue correcta: nadie está obligado a publicar lo que no quiere. Por lo que leí se refieren a esa nota en particular y no a todo el conjunto, tomalo como una especie de censura a ese único texto (...)
El tema discriminación actualmente es argumento de tanto peso como en la edad media lo era la posesión demoníaca, es inútil justificarse y dar explicaciones ante jueces de mirada tan corta. Pero por otro lado te brindan muchas explicaciones, lo que significa que valoran los gombrowiczidas, me parece que deberías reprimir la puteada y conservar ese espacio y lectores, si realmente te interesan. Creo que no hace falta que te diga que en El Ortiba no hay censura

Técnicamente es impecable el argumento expuesto por Cinosargo, sin embargo en el metier tenemos bien manyado el ardid de supuestos reclamos de supuestos lectores que obviamente jamás conoceréis. Son las reglas de juego de los micropoderes, que copian exactamente las fórmulas caretas de los grandes poderes según Foucault, o te avenís a ellas o quedás fuera, así son las cosas. Me sigue pareciendo un espacio digno de conservar, por ende, de negociar aún a costas del propio narcisismo, en aras de la difusión de Witold Gombrowicz.

http://witoldgombrowicz.blogspot.com

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viernes, 15 de mayo de 2009

Huacho y Pochocha por Enrique Lihn

8:29


Huacho y Pochocha

Enrique Lihn

De la historia de amor de Huacho y Pochocha subsisten las huellas conmovedoras que me fuerzan, periódicamente, a aventurarme en una empresa imposible: reconstituirla. La imaginación no es un buen guía para internarse en realidades que la sobrepasan. Ellas la obligan a volar en el vacío, lo que es igual que cortarle las alas y encerrarla en la jaula del loro. Entregada a sí misma, no hará otra cosa que repetirnos su viejo repertorio hasta el cansancio. ¿Con qué datos ayudarla a salir del paso en que se la pone en una noche de insomnio, condenada a un trabajo forzado del que nos creemos libres, erróneamente, al día siguiente.

Si Huacho y Pochocha fueran simplemente dos nombre pintados por un ocioso en un muro y si la misma mano que los trazó hubiese escrito y garrapateado en torno a ellos los dibujos y las palabras obscenos que allí pueden verse y leerse, todo se reducía a pensar en un ferroviario obsediado por una lúbrica decepción amorosa. Tipos de esta especie se encuentran a diario e imaginar que uno de ellos encontró en la grafomanía a todo color y en gran escala la fórmula para tranquilizar a su monstruo por el furtivo espacio de unas horas nocturnas, me sería demasiado fácil. Excluida del mundo, esa pareja de nombres ridículos (y la pareja misma) pierde a la vez que el encanto, su condición absurda.

La relación del sueño del idiota con el idiota que lo sueña arroja una luz tranquilizadora sobre ambos. Si el primer término de esta relación nos saliera al paso, dotada de existencia propia, convertida por obra y gracia del genio del durmiente para sumirnos en el asombro. Es incorrecto pensar que un miserable, poseído por la fiebre, ejecute penosamente el trabajo de exponer su miseria (y ocultarla) con el amor, o, por lo menos, con la paciencia de un relojero. Todo está de parte del absurdo. Todo indica a las claras que Huacho y Pochocha existen; no como en el sueño viscoso de un impotente ni menos como la emanación real de ese sueño, sino con la naturalidad propia de dos seres de carne y hueso.

De los dos fue el hombre por cierto quien tuvo la peregrina idea, vieja como el diluvio, de grabar su nombre y el de su amada, imborrablemente, en una superficie sólida. Es un impulso primitivo que, por regla general, se satisface con un cuchillo y un árbol. Son los medios comunes y corrientes para un fin común y corriente en la prosecución del cual hasta un hombre de talento se pone al nivel de sus semejantes. Posiblemente Huacho sea un nombre excepcionalmente común, lo que explicaría su genialidad, la única que le conocemos. El hecho es que no pudo elegir un lugar más visible para su púdico exceso de exaltado exhibicionismo que una muralla divisoria paralela a la línea férrea, situada a corta distancia de la ciudad misma, ni materiales más desusados en esos casos que una brocha delgada y varios tarros de piroxilina. Un pintor de letras no tendría dificultades para procurárselos a cualquier hora del día o de la noche. Su oficio lo obliga a cargar con ellos sin ninguna grandeza. Los caracteres que imprimió Huacho -no obstante lo hiciese al amparo de una doble ceguera impuesta por la pasión y por las sombras- revelan que un pintor de letras pudo ser a sus ojos un hombre superiormente dotado, dueño de una situación envidiable, de una cultura artística fascinante.

Es posible que volviera a invadirlo ese sentimiento de admiración por un maestro de arte en que se debatió llevado por un entusiasmo pródigo en dificultades, pero superior a su capacidad de resistirlo; más aún, que pensase concretamente en el individuo a quien debió sustraerle la brocha y los tarros, aprovechando el descuido que acompaña fielmente a la borrachera.

Los hombres superiormente dotados a quienes la vida ahoga en un ambiente indigno de ellos, son propensos a un alcoholismo que se traduce en la exaltación de su humor negro. Olvidan en todas sus partes sus útiles de trabajo y terminan sus días, apacible y melodramáticamente, en el hospicio o en la cárcel. Pero ésta no es la historia de un pintor de letras. Sólo he aludido a él para anotar que Huacho -honrado de capirote- no habría puesto sus miras en lo ajeno, de no mediar una de esas ideas luminosas que desafían a nuestras previsiones respecto del carácter menos imposible.

También a él lo suponemos aficionado a la bebida, aunque por un motivo muy diferente. Falto de luces, ¿quién no prefiere la obscuridad completa, vivificante, a la penumbra en que se debate su cerebro, como una lombriz fuera del barro, en sus momentos de mayor lucidez?

Siempre ha de ser más feliz un perro de la calle, entregado de lleno a su naturaleza, que un perro de circo condenado, en dos patas, a impugnarla. Si Huacho bebía como lo hubiese hecho un animal en su caso, era que necesitaba sentir ese hormigueo en todo el cuerpo, gracias al cual los seres oscuros se ponen en contacto consigo mismos y les es dada la certidumbre de propia existencia.

La jornada había sido por lo demás gloriosa, a juzgar por los sentimientos que me inspiran los resultados. A la vista de esa reiterada inscripción multicolor de dos nombres de otro mundo, uno puede dar rienda suelta a su propia inocencia semejante a la alegría impersonal que se respira en un día de primavera.

Entristece pensar que el tiempo se ha encargado también de esa obra destruyéndola miserablemente, negándole con minucioso cuidado la oportunidad de renovarse. Desde la ventanilla de un tren se la puede apreciar aun, en un abrir y cerrar de ojos; pero el día en que desaparezca, junto con la muralla, la línea férrea, el tren y la ubicación misma del lugar en que se levanta, lo tengo más asociado a ella que a cualquier otro producto de la mano del hombre.

Así, es natural que su autor se haya embriagado como nunca no bien le puso término para su asombro y el mío, para la obscenidad de un enajenado mental y la curiosidad divertida de algún viajero abierto al mundo.

A un costado de la estación, enfilados en una misma calle aparentemente deshabitada, como en ruinas, se extiende una decena de bares clandestinos. El barrio es, podría decirse, una “vergüenza nacional” y hay en él manzanas enteras cuyas casas, comunicadas entre sí, forman laberintos en los que se extravía, periódicamente y para siempre, algún representante de la justicia obstinado en imponerla a cualquier precio. Como de todo hay en la viña del Señor, también allí vive buena gente que asilaría a los despavoridos guardias, si no corriese, al hacerlo, peligro de muerte.

La miseria reúne a los ángeles y a las bestias y, si no llega a confundirlos, cuando menos los amolda para hacer posible su convivencia. Cuando un vecino sediento y deseoso de compañía se encamina a un bar, por ejemplo, sabe perfectamente a cuál de todos dirigirse. Hay ignorancias y descuidos fatales. Si es un asesino, entrará al de los asesinos; si un ladrón, al de los ladrones; si un vendedor ambulante, al que le corresponde; si no es nada, se lo espera en el más sórdido de todos, donde se acepta la gente sin profesión y se fía a los indigentes a cambio de pequeños servicios que les pueden significar algunos días de cárcel. En la abstinencia cualquiera transmite un mensaje por un jarro de vino, recibe un paquete de un desconocido y se lo entrega a otro, asiste activamente al entierro de un suicida involuntario que se obstina en reflotar a favor de la corriente.

Oí hablar de un tipo que envejeció sin poder demostrar la inocencia de su participación en una aventura de esa especie. No era mudo, pero las palabras se le oponían como obstáculos con los que se cansaba de luchar, tras largo y penoso plazo. La facilidad de expresión no le habría sido muy útil, por otra parte, pues no era conocido ni siquiera en su casa, como cuadra a un vagabundo, y sus amigos ocasionales carecían de las influencias necesarias para atreverse a declararlo inocente ante las autoridades.

Son historias que alguien de buena voluntad le cuenta a usted en sordina, por cierto que en otros términos y no sin riesgo de su persona, en el escenario mismo donde se las esconde como a un tumor contagioso. El narrador puede haber sido Huacho, a quien seguramente vi por primera y última vez en esa taberna de los extramuros que visité hace veinte o más años, en un juvenil acto de curiosidad temeraria.

Frente a mi mesa, constreñido a la suya en la actitud de un mono que imita como puede una costumbre humana, el novio feliz sonreía y bebía interminablemente, con los pies en el aire. Un suceso inesperado me reveló en breves instantes los pocos rasgos que bastan para trazar el carácter de un hombre sin pretensiones de ninguna especie. Al entarimado, que se levantaba sobre el piso de tierra en un extremo de la taberna, había subido la dificultad, el peso y la voz de una mujer inolvidable. Para no entrar en detalles, la describo como la parte posterior de un caballo, humanizada por una cabeza de melón y un rostro de torta cruda. La edad y el oficio que en otros tiempos habría desempeñado legalmente, sin mucho éxito, se le traslucían a través de toda una humanidad consagrada a ocultar los años y presentar su profesión bajo el más atractivo y decoroso de los aspectos. Fascinado por esa personificación de la carne que se niega a reconocer su derrota y renunciar al último residuo de voluptuosidad, por esa decencia que el asco de sí mismos impone a los más impúdicos, la cantante me llegó a inspirar una simpatía morbosa. Los sentimientos complicados dan lugar a la reflexión y el pensamiento paraliza. A mí, claro está, no se me había ocurrido, paralizado o no, establecer el menor contacto con la “artista”. Mi vecino de mesa, en cambio, subió al estrado, una copa de vino en la mano, admirablemente dispuesto a rendirle homenaje.

Yo no advertí en la expresión del hombrecillo ni la sombra de una intención deshonesta. Pienso que la mujer pudo incluso recordarle a su madre o que vio simplemente en ella el símbolo de la humanidad entera, abierta de brazos. Pero su gesto fue tan torpemente ejecutado como interpretado. Incapaz de sostenerse con firmeza sobre los pies, buscó apoyo en su interlocutora y, en una de ésas, la volcó la ofrenda que ella se llevaba a los labios, en el escote. Fue entonces cuando se hizo notar, bajo un aspecto imprevisible, el acompañante de la vieja, que hasta ese momento había tocado el piano sumido en una dorada medianía, con la ligereza de una mariposa y sin ningún virtuosismo. El aspecto (¿Cuál era?) del adversario debió animarlo a destapar el odio que envenena a los tipos equívocos cuando se enfrentan con hombres de una pieza. Los insultos y los empujones le fueron devueltos con rapidez y precisión inesperadas. En el espacio de un segundo el suelo le recordó que, si se es un cobarde, conviene tenerlo presente sin excepción en todas las circunstancias. Al final de la escena se admiran en el héroe la facilidad innata para captarse el corazón femenino y su magnanimidad para con los enemigos caídos. Recuerdo que la mujer insultó injustamente en cierto modo a su acompañante, quien hizo aún cierto esfuerzo para reivindicar su virilidad; que el vencedor, iluminado en todo momento por la idea de la reconciliación y el olvido absolutos, terminó brindando con la pareja a la salud de quién sabe qué almas en pena. Cuando la cantante y el pianista desaparecieron para siempre -pensé. por donde habían venido, hundiéndose en la tembladera de su inexplicable convivencia, no tuve inconveniente en reemplazarlos. Era indudable que estaba en presencia de un personaje curioso. Sabría sacarle algún partido literario. Además, es posible que en esa remota noche sintiese yo la angustiosa necesidad de distraerme en que me dejaban mis constantes rupturas con todo el mundo.

No estoy seguro de recordar el sentido de una conversación mantenida con un vagabundo,, hace quién sabe cuánto tiempo. Es posible que, salvo en algunos puntos, la confunda con otras equivalentes, entabladas en lugares semejantes. Ya el aspecto físico de mi interlocutor se presta en mi memoria a una serie de confusiones. He dicho vagabundo. Aludí quizá a la pobreza que en el bajo pueblo no es un rasgo que distinga a nadie. He de suponer que el hombre no era un espécimen de los más individualizados. Nuestra raza tiene la pasión de la monotonía. Cuando se impone, repite sin cansancio un rostro aplastado en rasgos dispersos, un cuerpo pequeño que tiende a ser robusto, unas manos, unos pie rebeldes al guante y al zapato.

Pero de ese efímero amigo obtuve una información completa sobre la índole del lugar en que me hallaba. No se calló las historias que me habrían sido de gran utilidad si las peores circunstancias me hubieran llevado allí condenado a instalarme en ese barrio maldito.

Cuando de tarde paso por esos lados ellas se me vienen a la memoria como impresas en el estilo y en los caracteres de la prensa amarilla sensacionales, inmundas, demasiado explícitas para atribuírselas a un narrador borracho nacido y desarrollado, en una edad mental anterior, tanto al lenguaje escrito -sabía dibujar algunas palabras, su nombre y el de su pareja, por ejemplo, sin entenderlas- como a las sutilezas del lenguaje oral que escapan al gruñido y a la desordenada, titubeante acumulación de términos abstrusos.

Con todo, persiste en mí la sensación de haber entendido prácticamente -en un aquí y en un ahora justos y cabales- aquello a que se alude cuando se habla de un alma de Dios, pese a todo mi ateísmo. Veo a un a vaga figura agitándose en un entusiasmo innumerable, como caído del cielo, provocado por sus propias confidencias bastas, burdas y castas; por la conciencia de ser comprendido a fondos, sin reservas. Mi propia experiencia me indicaba y me indica que la idea del amor de un será otro se volatiliza día a día en la complejidad del corazón y de la conciencia humanos, revelándose como una palabra inflada por un contenido ilusorio. Un hombre, sin embargo, me habló de su mujer en tal forma, que esta observación puede no ser sino una hipótesis consagrada a justificar la mezquindad de mis sentimientos.

Al amanecer, ingurgité el último trago de la noche y me despedí - para siempre- de mi nuevo amigo. Seguramente quise saber su nombre. Él me lo articularía con voz estropajosa. Acaso dijo Huacho; pero la verdad, no estoy seguro de recordar cómo se llamaba.

II

A Pochocha, en cambio, suelo estar seguro de contarla en la lista de mis conocidos: Si se la compara con su amigo, puede parecer vulgar, lo que facilita por una parte y dificulta por la otra un encuentro personal con ella en el pasado, en el presente y en el futuro. De no haberse muerto -obedeciendo al plan de esta historia- me sería posible encontrarla en el asilo de ancianos, por ejemplo, o entre las viejas vendedoras de baratijas que se arrinconan y encienden su brasero en los mercados. Ella no fue la de la Idea, aunque el hecho de inspirarla la salva del anonimato y la pone, más bien formalmente, por encima de sus colegas, amigas y vecinas. Creo que me resultaría fácil reconocerla -a pesar de que los años no le habrán evitado ni el menor estrago- y saber si ella y María son, en verdad, una sola y misma persona.

María fue la última doméstica a quien intenté, infructuosamente, hacerle el amor en casa de mis padres. El nombre no tiene por qué despistarnos. Es sabido que las mujeres de “baja extracción”, como se dice en un feo lenguaje, acostumbran a ocultar el suyo propio, favorecidas por el desorden y la emergencia que reinan en sus papeles de antecedentes, bajo otro, simulado, el primero que encuentran en su cabeza en el momento oportuno, quizás el de su peor enemiga. Puede verse en esto -según el criterio- un innato amor infantil por la simulación y la mentira o un pudor, también innato y demencial, que les prohíbe entregarse en una fórmula. Las palabras desnudan y fijan. La vida, en especial la vida femenina, se esconde en un secreto movimiento permanentemente ondulatorio. Pochocha era, sin duda, una perfecta expresión de una femineidad contemporánea a la aparición del hombre sobre la tierra, precedido y enajenado por el encanto de una inmensa mujer yacente, al sol, sobre las piedras.

Pido, antes de entrar en materia, que no se me juzgue a la ligera. Aunque es bien sabido que innumerables generaciones de hijos de familia han aprendido a saborear el gusto de la carne en los pabellones del servicio, una moralista ocasional no verá en todo ello sino una forma más de la explotación de una clase por otra. Lo que es mucho y poco decir en materia tan delicada. Conviene tomar en cuanta la amoralidad que reina en todas partes bajo la inmoralidad y el moralismo. Luego, piénsese que en lo que se refiere al conocimiento sexual, todos somos más o menos autodidactos. Nadie nos ha enseñado a relacionarnos con las mujeres en la única forma en que la convivencia con ellas se llena de un sentido natural y verdadero. Hablo en general. En lo que a mí respecta, abandono las justificaciones por los hechos. Bien pensado, puede que yo no pueda aspirar al “perdón de mis pecados”. Este pensamiento suele alegrarme.

María se presentó en casa un sofocante día de verano, con un paquetito apretado contra la cúpula del corazón. Este gesto patético no cuadraba en modo alguno con la expresión general de su persona, de una apagada serenidad un poco triste, rayana, por momentos, en la estulticia. Traía allí los tesoros de su vida privada, los trofeos que cualquiera conquista, por el simple hecho de existir, en una alegre y penosa batalla perdida de antemano. El retrato de sus padres irreconocibles en su vaguedad color sepia, los rasgos retocados, las cabezas como metidas en los agujeros de un telón en el que se veía una pareja de cuerpos ideales en una posición ideal, pintado por un sastre pobre aficionado al arte. Entre el retrato y el vidrio doradamente enmarcado, persistía el color de unas violetas secas; una estatuilla de yeso: la virgen del Carmen, obtenida en una rifa parroquial, y su respectiva palmatoria; una cajita primorosamente incrustada de conchas por un preso y, dentro de ella, las joyas: una golondrina de vidrios abrillantados, unos pendientes en forma de margaritas gigantes, un collar de perlas falsas completo. Los anteojos intrigaban. María, ¿sabía? Una vez la vi con ellos puestos. Les faltaba un vidrio. Además, lo que podría ser de gran importancia, sus fotografías numerosas. En la gran mayoría de ellas aparecía sola, respaldada por irrecuperables días domingos. Ni más vieja ni más joven de lo que era. Simplemente en distintas épocas de su vida. Sentada con artificio en una roca, junto al mar, esa mujer demasiado grande atraía la atención sobre un cuerpo de ningún modo perfecto, pero sólido y agradablemente desproporcionado. Luego otras visitas la mostraba en vacuas actitudes cariñosas junto a alguien. De nuevo, demasiado grande. El rostro de su compañero había sido expurgado, aquí y allá, con auxilio del dedo, el alfiler y las uñas. Los demás hombres, visibles como en segundo plano, eran figuras secundarias.

La primera tarde de servicio. María no salió de su pieza, aparentemente ocupada en arreglar sus cosas. Yo la observé desde el jardín sin ser visto, apenas curioso. La mujer lloraba en medio del desorden, en actitud hierática, como para sus adentros. María era alegre, de una alegría más profunda, se hubiera, que su interioridad misma, ya que le faltaba siempre algo para hacerse visible. De esa alegría impersonal que se respira en los días de primavera, de la que uno participa como un espectador, sin compromiso: Las pocas veces que se enojaba, lo había bromeando, pero con autoridad, segura de su derecho. Sus costumbres eran espartanas. Se levantaba con el sol y uno podía figurársela envidiosa de las gallinas que vuelven a su retiro a primera hora de la tarde.

Amaba a los animales y a los niños, pero unos y otros se divertían a costa suya, llegando muy pronto al aburrimiento. Siempre pensé que había vivido en condiciones más precarias y trabajosas que toda otra mujer de su oficio, pues lo desempeñaba con una facilidad extraordinaria. También imaginé que la resistencia a salir de paseo en sus horas libres obedecía al temor de encontrarse con alguien que esperaba recuperarla, arrastrándola, otra vez, a una inopia completa. Le era fiel a esa persona, como se verá, pero tenía a veces la reflexiva expresión antipática de los traidores. En general no me preocupé gran cosa de ella hasta que se me reveló y la vi en parte con los ojos de Huacho, en parte con los de un desesperado que busca amparo en cualquier mujer dispuesta o no a la correspondencia.. Y también, claro, está, cínicamente.

Como formando parte de un plan largamente preconcebido, mis continuas protestas contra la buena mujer habrían mantenido en el anonimato, a recaudo de toda sospecha al menos por un tiempo, una relación íntima entre ella y yo. Mi madre creía poder estar tranquila en el sentido de que esta vez nada anómalo iba a suceder en casa.

Se felicitaba por la audacia con que, desoyendo la voz de la experiencia, había admitido en ella a una mujer en la flor de su edad. A las sucesoras de Juana, hasta María, se les exigió para aceptarlas en el servicio, como primera condición una madurez a toda prueba, y un interminable desfile de ancianas atravesó el hogar dejando el lamentable recuerdo de su virtuosa inutilidad.

Para mi madre, María era a todas luces una joya; para mí, con la aprobación matriarcal, un ser neutro que dejaba caer desaprensivamente sus pelos en la sopa. Era yo quien parecía condenado a encontrar esos delgados hilos de una amarillez grisácea, sin vida, irritantes. Yo quien sostuve, viniera o no al caso, la necesidad de que María fue tan higiénica con su persona como con todo lo que estaba bajo sus manos. El más ligero olor a transpiración me enferma, puedo sentirlo allí donde simplemente sospecho que existe, y el ajuar de ese ángel no era de los más ricos. Si es posible que se cambiara un vestido blanco azulado por otro azul marino desteñido, me consta que usaba siempre un mismo delantal que la cubría con la generosidad de una bata de baño, humedeciéndose ligeramente en las axilas, prestándole la amplitud del embarazo. El color de esa prenda informe sugería el vómito de un niño “empachado” con frambuesas en leche. María, además, arrastraba al andar sus grandes pies calzados con zapatillas de goma, e insistió durante semanas en llevarme el desayuno a mi pieza a primera hora de la mañana. Terminadas sus labores domésticas, después de almuerzo, solía entregarse, en la cocina, a la práctica del canto, lo cual me imposibilitaba para concentrarme en mi trabajo: todos esos largos y absurdos poemas escritos en una máquina a la que le faltaban varias teclas, destinados a extraviarse con el correr del tiempo. Cierto es que cantaba a media voz, pero sin la menor entonación, oído ni propósito alguno, como lo hace un ciego en una esquina ante el público que no se detendrá a escucharlo cinco segundos. Ni aun como un ciego, por el desinteresado placer de encontrar en sí misma una manifestación de su propia existencia.

Mi interés por ella se me impuso de pronto un día en que -es preciso confesarlo todo en total vulgaridad- volví a casa temprano medio ebrio, tras dos días de ausencia, y no encontré en ésta a nadie salvo a María que estaba encerrada en su dormitorio. Fui allí en procura de alguna información y se me recibió como se me había recibido esa tarde en el limbo, sin extrañeza. Mi familia en masa andaba fuera de la ciudad, en algún lugar de la costa. Volvería al anochecer de ese domingo. Tomé asiento frente a la mujer, decidido a cambiar con ella cualquier género de impresiones. En otra parte no me esperaba nadie. La poesía se me aparecía como el más ridículo y vacuo de los ejercicios. Mil veces menos preferible a la prosa de una conversación sin pies ni cabeza. ¿Quién era yo? La imagen aparentemente viva del fracaso: un hombre joven, sin porvenir, ocupado en buscar trabajo con la esperanza y la desesperación de no encontrarlo. María opuso una débil resistencia a mi vista:

-No vaya a ser que lo vean aquí...

-No me verán-

Una respuesta concluyente.

Entablamos un diálogo impreciso, yo quería informarme sobre su pasado; sus respuestas luchaban por arrastrar la conversación al plano impersonal en que una mujer simple puede extenderse en menudencias salpicadas de reflexiones inesperadas. A propósito de no se qué qué banalidad relacionada con un melodrama de cine -yo lo había visto casualmente para matar el tiempo-, observó que, en el fondo, nadie necesita de nadie y que las gentes consiguen interesarse unas en otras para escapar a la soledad. Este paréntesis me hizo sentirme próximo a ella como de un filósofo existencialista. La sensación de que sus pensamientos eran simples aproximaciones a sus sentimientos, organizados, quizás, para traicionarlos; de que no se interesaba en nada parecido a un melodrama de cine, me invadió de una ternura intolerable. Creí estar enamorado por primera vez en mi vida, de una manera absurda, tan poco convencional como era de desear. María era, en realidad, de una belleza superior a todas las fealdades que pudieran reprochársele, anterior a todos los tipos establecidos por las depravadas costumbres del hombre. Pertenecía a la tierra y al cielo, que es un anhelante fluido terrenal, por iguales partes. Toda nacionalidad e individualidad estaban excluidas de esa gran forma femenina apta para el desconsuelo de la maternidad y la melancolía del amor. Caía una cálida tarde otoñal con la finura de una hoja seca. Intenté, reiteradamente, algún alcance y fui rechazado con una firmeza sin violencia. Ni quise entender que, además de leal, María era fiel.

Adquirí la vergonzante costumbre de permanecer en casa la mayor parte del día, acechando la oportunidad de encontrarme con ella a solas. Luego me descuidé completamente, y si no me sorprendieron fue que actuaba con la precisión con que un borracho evita, en último instante, el peligro de ser arrollado por un vehículo. Mientras almorzaba o comía mi familia yo iba a la cocina sin ningún pretexto y era recibido alí por el enemigo pronto a defenderse inexpresivamente y sin ruido. Este estado de cosas se prolongó más de la cuenta. Cuando ya renunciaba al combate, el vencedor me incitaba con su magnanimidad a reanudarlo.

Trató de recordar alguna de esas historias que me refería María como a un niño de corta edad, cuando estábamos pacíficamente solos: No lo consigo sino en parte y pienso que deben haber sido de lo más caóticas. Trataban del diablo y venían de un mundo iluminado por la superstición como una pintura primitiva por los colores del espectro. En una de ellas ese personaje aparecía ante unos niños bajo la forma de un burro y los invitaba a dar una vuelta sobre su lomo. Como ellos no se hicieron de rogar debió manifestarse en escena alguien interesado en que no llegaran al infierno. Y el burro empezaba a hincharse en sentido horizontal como esos globos con aspecto de grandes salchichas. Reventaba por último y en lugar de él una cola se hundía rápidamente en la tierra, despidiendo olor a azufre. Luego, el diablo disfrazado de campesino era engañado por un campesino disfrazado de diablo -o algo por el estilo- en una apuesta en la que el mismísimo demonio perdía su alma. Todo quedaba en nada, y el campesino volvía al infierno restregándose las manos. Pero la extensión de este relato me impide extenderme sobre otros.

Una humillación de primera magnitud puso término mis relaciones con María. La ventana del comedor daba al jardín y de éste no se podía pasar a la cocina sin ser visto desde el interior de la casa; a menos que se lo alcanzase por la puerta de entrada, se lo recorriera por el fondo y se llegara a aquélla deslizándose en cuatro pies por debajo de la ventana.

Ejecute esta difícil operación cierto día en que mi abuela -mujer puntillosa e intolerable. almorzaba con nosotros. Levantarse de la mesa para ir a las dependencias era un comportamiento que le habría arrancado algún comentario. Deprimido al máximum, yo sentía que era blanco ya de una sospecha por demás justificable. Incurrí, pues, en la temeridad más absoluta. Un movimiento en falso, el menor ruido y sería sorprendido en una miserable actitud canina. María, los brazos en jarra, apoyada en el umbral de la puerta de su reino, observaba mis evoluciones, sin expresión ninguna, fascinada, seguramente, por una obstinación superior a la suya.

Cuando llegué a ella y quise besarla, me mantuvo a distancia con una fuerza extraordinaria. Convertido en un pelele, lleno de odio, abandoné la partida y regresé a la casa por donde había venido, como quien desciende al infierno.

Poco tiempo después, sorda a los consejos bien intencionados e interesados de mi madre, María dejó el servicio con destino desconocido. No dijo que iba a casarse ni justificó su deserción en modo alguno. Había tomado, eso sí, la costumbre de pasar us horas libres fuera de la casa, despertando la trivial sospecha de un noviazgo que creímos confirmada el día de su partida. Se despidió correctamente de todo el mundo, hermética, apretando contra su seno izquierdo un paquetito informe. Afuera la esperaba lo precario de su libertad, bajo la forma de una carretela en la que apenas cabían, quejumbrosamente, el viejo catre de bronce, el velador y dos sillas.

Si María era Pochocha, esa tarde debió reunirse con Huacho para siempre curada de toda ambición personal.

III

Inmiscuirse en la niñez de Huacho y Pochoca es otro de los problemas que debo resolver si quiero dar remate a estas páginas. Nada más trunco que una historia de amor en la que los personajes, obligatoriamente un poco infantiles, no se muestras siquiera, a la distancia, en su infantilismo, auténtico y cronológico. Si nos han inspirado simpatía los querremos ver cómo eran antes de conocerlos. Por otra parte, su unión nos conmoverá mucho más si reparamos en la infinidad de obstáculos que pudieron impedirla. El primero de todos ellos es el tiempo. Dos niños, separados por una carretera, tienen toda la vida por delante para desencontrarse. Aunque en el plano de las probabilidades constituyan una pareja de gran interés novelesco. Nos place, en una historia, el hecho de que haya podido ocurrir, en la realidad o en la ficción, a pesar de todo.

Pero éstos son todavía argumentos de los más refutables. Para hablar con sencillez, digamos que entre la infancia y la pasión amorosa hay demasiados lazos para que olvidemos a aquélla en el relato de ésta.

En nuestra jerga, Huacho es sinónimo de huérfano. Una palabra que se ajusta muy bien al menosprecio que, por lo general, la arroja en el tapete. La orfandad de Huacho me parece más que plausible, necesaria. Le viene a su retrato como anillo al dedo, proyecta sobre él una luz que lo individualiza hasta donde es posible. Este ejemplo de unción por la mujer ofrecido al mundo en el escrito de un analfabeto, revela que su autor debió ver reunidos en ella los encantos de una esposa y de una madre. Nos sugiere también una existencia oscurecida por una especie de autopaternidad, ajena a todo aquello que no haya sido estrictamente necesario a la supervivencia; a un niño llevado por sí mismo de la mano lo más lejos posible de cualquier plantel de enseñanza, con el hambre y el sueño a cada lado. Contra eta prehistoria patética se destaca, abiertamente, el carácter feérico de la historia misma.

Huacho pudo nacer de un encuentro fortuito, en un pueblo perdido, de un vendedor viajero y la única camarera del único hotel de la localidad más o menos habitable. Esto ayuda a comprender que haya tenido que pasar a manos extrañas, nada de firmes, a cambio de una módica suma mensual enviada con irregularidad desde incontrolables puntos geográficos. La muerte de la madre lo aclara y lo falsea todo si se la precipita caprichosamente. La ausencia permanente y, por último, la desaparición del padre, en cambio, no tiene nada de imprevisible si se piensa en lo innecesario que puede sentirse un hombre incluso en un hogar de los más sólidos, junto a una mujer que insiste en prolongar un amor arruinado por la rutina.

Pero hasta las más ligeras circunstancias parecen confabularse contra una mujer que se ha cansado de esperar que el momento de la maternidad le llegue por la vía del matrimonio y, en su exasperación, se siente capaz de cargar para siempre con las consecuencias de una aventura.

Este hermoso gesto no es comprendido por sus vecinos, quienes terminan por comunicarle algo de su propio asombro, conmiseración o censura. Si no es muy saludable, termina enferma en toda la forma. Y vienen los malos días en que es preciso tomar una actitud desesperada. Perseguir al esposo furtivo, volver a alguna parte para arreglar algún olvidado asunto de dinero, lanzarse en una nueva vida, incompatible con el ejercicio permanente de la maternidad o algo por el estilo.

Ana, por ejemplo, tenía por única amiga a Claudia; aunque eran minuciosamente diferentes, salvo en su común ceguera para todo lo que no fuese la vida bajo su aspecto más simple, trivial y concreto.

Claudina aceptó hacerse cargo del niño por un impreciso período que pudo, luego, prolongarse indefinidamente. En ese entonces su paso por la calle principal no arrastraba aún la estela de comentarios que luego dejaría siempre; pero habría podido suponerse que una mujer emprendedora, resuelta y ambiciosa no se iba a contentar con ascender de camarera a dueña de un expendio de licores en una calle que merecía, de sobra, la mala fama. Claudina no demoró en arrendar piezas por hora al precio que quiso en un lugar donde se le hacía sólo la más discreta de las competencias. Después instaló, ya al descampado, un hotel parejero en toda la regla y empezaron sus dificultades con la gente de orden. El local primitivo se convirtió en una casa tan honorable como cualquier otra en la que vivía con su sobrino. Éste no fue aceptado en la escuela pública.

A los diez años, el muchacho huyó, por primera vez, de una casa donde no había sido maltratado en lo más mínimo, para volver a ella sin los dientes delanteros, contra su voluntad, en un silencio que ya no volvió a romper sino en ocasiones excepcionales. Lo encontraron en un pueblo cercano -remoto a sus ojos- donde quiso iniciar una nueva vida con pésimos resultados.

Allí, malquistándose con su protector, el cura, y horrorizando a los vecinos importantes, reunidos en la parroquia un domingo a las doce, se presentó a ayudar misa inimaginablemente borracho. A mitad de la ceremonia había hecho todo lo necesario para que nadie pusiese en duda el estado en que se encontraba y fue arrojado a la calle en medio de la vergüenza, el silencio erizado de toses y el disimulo insostenible de los espectadores.

Tuvo aún tiempo para robar una gallina, mendigar y trabarse en una pelea a piedra con los hijos de una buena mujer que lo hospedó, por unos días, con el propósito frustrado de arrancarle el secreto y entregarlo, personalmente, a su familia. De ello se hizo cargo uno de los amantes de Claudina que debió esperar horas al pie de un árbol donde se había emboscado el fugitivo con la boca ensangrentada. Más tarde se supo que, aproximadamente durante esas horas. Ana se descontaba del mundo de los vivos en un esfuerzo por permanecer en él que no debió extenuarla. Claudina acogió a su protegido sin el menor reproche, resignada a perderlo, la próxima vez, definitivamente.

La biografía de este hombrecillo ofrece nuevos capítulos para el aburrimiento en el que uno termina por caer cuando, para evitarlo, se hace confidente de las vidas ajenas. Pablo no sólo me ha relatado, con gran economía de palabras, por qué y cómo perdió los dientes. Desde la vez en que se le cayó la dentadura postiza, mientras me lustraba los zapatos, hasta ahora, se ha mostrado en nuestros encuentros sistemáticamente locuaz. Sus sórdidas historias contrastan con su carácter, en apariencia, jovial. Mientras observo desde lo alto de ese trono que le pertenece, pero al pie del cual pasa sus días condenado a una suerte de activa reverencia, pienso que en algún punto de su vida ésta debió girar en ciento ochenta grados, impelida por la buena suerte. En la mano izquierda de este anciano, pulcro para su edad y para su oficio, brilla, hasta cierto punto, un anillo de matrimonio. Durante un tiempo imaginé una novela rosa protagonizada por dos viejos al borde de la tumba y creí dar a alguien como Huacho una buena propina. Luego supe, por el propio impostor, que su mujer falleció hace años, librándolo de un peso intolerable. Alguien me ha dicho que mi amigo es conocido en su barrio como un viejo avaro y de mal carácter. IV

Desde la ventana de mi cuarto que da a un sitio eriazo se denomina, a ratos, un cuadro que se mueve, de sol a sol, con apacible regularidad. Es la vida de una pareja de cuidadores cuyos innumerables hijos la mantienen decentemente unida. El padre es un carpintero competente; la madre, una espléndida lavandera de aspecto saludable. Esa buena gente no dispone de tiempo para preguntarse por el sentido de su empresa ni engolfarse en discusiones bizantinas. Una vez al mes, en los días de pago, el hombre, también obrero de construcción, vuelve a su cubículo ligeramente abrió y le asesta un puñetazo a su mujer, quien lo ha golpeado, a su vez, en la mañana, para arrancarle el sueldo íntegro, cuidándose muy bien de hacerlo en el bajo vientre. Como esta escena se desarrolla entre bastidores, puede suponerse que ella grita únicamente para no herirlo en su orgullo viril. Las gallinas, que durante el día circulan en todas direcciones por la calle, se despiertan y comentan el incidente en su endemoniada lengua bárbara; pero los niños, que asisten a él, seguros de un desenlace feliz que alterará su distribución en las dos camas, aprovechan la ocasión para juguetear en camisa, a la luz de la luna. Es entonces cuando me parece ver en su dimensión real y verdadera a esos pequeños fantasmas pobres y bien alimentados que vuelven a la tierra, como fuegos fatuos, para ensuciarse la cara con barro y pajarear a ras de suelo en alegres idas y venidas. Buena parte de la vida debe ser tan simple como ellos, pero habría que nacer de nuevo, en su pellejo, para que esta observación no fuera sólo cosa de palabras. Tienen el privilegio de una ignorancia que les impide perderlo y en esto hay algo parecido a la sabiduría. Si sus gritos me encuentran despierto y de buen humor, los escucho con una larga sonrisa. Ciertas relaciones se han establecido entre mi casa y la de los honrados vecinos. Las une un alambre eléctrico, gracias al cual entre ellos han caído en desuso la vela y la lamparilla a parafina. El campesino nos ofrece su prolijidad para poner en regla cualquier objeto inanimado en cuatro patas por módicas sumas formales. Su hija mayor le sirve de emisaria y ella ha tomado personalmente la iniciativa de indicarnos, con toquecitos en la puerta, el momento de recoger el tarro de la basura. Tiene siete años y se prepara para hacer, en diciembre, su primera comunión. Todo el misterio de este sacramento se reduce aquí a una cuestión de vestuario femenino.

Esta virgencilla estará siempre a salvo de toda obsesión que no le venga de una vida apegada a la miseria y a la dicha que se encuentran al alcance de la mano. Su femineidad ha elegido por ella el único mundo posible, en un gesto inmemorial de consagración a lo concreto, anterior al de señalar el cielo con el índice o llevárselo a la frente.

Suelo divisarla entregada, con vocación a sus tareas. Ayuda a su madre en todo y observa, de cuando en cuando, al hombre de la casa, como para alentarlo con una presencia admirativa. Sus hermanos tienen en ella a una madre en miniatura que los acompaña activamente en el juego, con la reserva de la vigilancia. Puede lavarlos, vestirlos y darles de comer, e incluso cargarse el más pequeño a la espalda. A veces hasta los premia o los castiga. En las raras ocasiones en que está ociosa, se sienta púdicamente en un montón de tierra, las manos entrelazadas en la falda., los ojos fijos en un punto muerto. Ningún pensamiento debe turbar esa tranquilidad por la que pasará a vuelo lento algo semejante a la blancura de un traje cosido a mano. Todo el tiempo que va a durar esa existencia debe sentirse en ella como un presente extendido a su alrededor esa existencia debe sentirse en ella como un presente extendido a su alrededor hasta perderse de vista. Ningún secreto, sólo cosas que no se ven a causa de la distancia. Esa niña va a convertirse en mujer en cumplimiento de una vocación profunda, preparada desde siempre para la melancolía del amor y el desconsuelo de la maternidad. He aquí, aproximadamente, la infancia de Pochocha.

V

Nuestros padres se conocían, victoriosamente, en austeros y altísimos salones de baile ahondados de espejos, en el hoyo de la ópera, en una pista de patinar a la hora del crepúsculo, en una partida de campo, a la salida de la Catedral. Nosotros hemos heredado, por lo menos, el hábito de los encuentros previsibles.

Tenemos los cafés para habituarnos a ver a las mujeres antes de dirigirles la palabra y conocemos sus costumbres antes de acostumbrarnos a ellas. Nos interesan las amistades de nuestras amistades y disponemos de informaciones precisas a su respecto. Las relaciones naturalmente se transforman; pero si no se las traba al azar se las priva de un cierto encanto que es necesario poner en una historia como ésta. Estoy convencido de que Huacho y Pochocha se conocieron por una casualidad, digamos, absoluta. Supe de un ladrón galante que cayó a la cárcel por no huir a tiempo, de la casa en que estaba operando, junto con sus socios. Se había prendado de la sirvienta y perdió un tiempo precioso haciéndole la corte. Un hombre así debe valer, a juicio femenino, su peso en oro; pero tiene algo de bandido romántico que lo pone aquí fuera de foco. Es muy difícil que ese mismo tipo sea capaz de elevarse por encima de una frivolidad de buen tono para escribir en una muralla, a todo color, su nombre y el de su querida.

-Preferible es pensar que Huacho atropelló a Pochocha antes de conocerla íntimamente y tuvo que renunciar por ello a un trabajo para el que no tenía aptitudes: repartir pan en bicicleta. El dueño del negocio lo habría sorprendido, recogiendo por centésima vez la mercancía del suelo, junto a un vehículo que era ya una calamidad con ruedas, para acompañar hasta su casa a una víctima menos furiosa a cada paso. Es una escena de tarjeta postal a la que se le puede poner música de pájaros. El malvado no baja, ni lejanamente, a la palestra, sólo se espera que surja alguna dificultad para que todo siga adelante.

Y allí está, desde luego, la pobreza de los personajes que, ya se sabe, socava a corto plazo los sentimientos más delicados. Sólo puede hacerle frente una imposible vocación de dicha y la absoluta falta de imaginación necesaria para pensar que aquella sólo existe cuando se la comparte con alguien. Como si la dicha no fuera un sueño que hay que soñar despierto, absolutamente privado y mucho más generoso que el oscuro amasijo de dos personas en una y su desaparición en un agujero.

Pochocha diría, por fin, su nombre pila y Huacho cortaría, arañándose los dedos, una flor de plaza pública, como quien saca algo del fondo de sí mismo -pan y cebollas- para ofrecerlo a manos llenas.

Pochocha debió tomarse una nueva fotografía, superior a todas las suyas, con un oscuro designio, en una hierática pose de abandono, y Huacho pudo comprarse con sus ahorros un terno azul con listas blancas y una camisa a cuadros, sabiendo que tendría que empeñar todo ese lujo a corto plazo.

Pochocha seguramente espació sus relaciones con hombres que había conocido en la encrucijada del gran mundo (bailes populares, el zoológico, galerías de cine pobre) para dar vida al cálido fantasma irritante de la fidelidad, y Huacho dominaría sus instintos alguna vez, en homenaje a ella, apretando los dientes. Etc., etc...

Son cosas por las que todos hemos pasado. Pero, a diferencia nuestra, Huacho encontró insuficientes el cuchillo y el árbol. El suyo es un caso excepcional que transforma todas las reglas. Su anonimato me parece injusto.

VI

Un endemoniado es un hombre que rompe la armonía reinante en el medio en que se mueve, imponiendo un punto de vista nuevo a sus vecinos, abriéndoles los ojos desagradablemente. Entre gente común, un tipo excepcional tendrá siempre algo de alevoso; entre gente excepcional, un buen nombre de los más corrientes podrá oficiar de Mefistófeles sin proponérselo, por el solo hecho de actuar con la naturalidad que le cuadra. Huacho y Pochocha tienen algo de genial. Así, a quien ocasionalmente pudo intervenir en su vida a la manera de un accidente peligroso, con sus grandes bigotes en punta y el rabillo del ojo penetrante, le bastó ser un individuo vulgar al que le concederemos, de paso, unas cuantas líneas.

Imaginar una trama complicada para permitirle alzar su capa al viento, deslizarse en una alcoba femenina amparado por las sombras y desatar los lazos del idilio, es rendirle una justicia que, seguramente, no merece. Basta y sobra con un don Juan de barrio dado al tango, ligeramente envilecido, por el tráfico de drogas, con un vendedor de tarjetas pornográficas aficionado al box, algo relajado en sus costumbres eróticas. Todavía esto es mucho decir.

Piénsese más bien, en uno de esos hombres a quienes la experiencia les ha enseñado que todas las mujeres son iguales, en otras palabras, unas grandísimas putas por las que pueden llegar a sentir una simpatía compadrera y, desde luego, toda clase de estremecimientos voluptuosos. Se obtendrá así una imagen del tercero en discordia en la que todos, menos Huacho, podremos reconocernos y en la que infinidad de mujeres, a excepción de Pochocha y sus congéneres, sabrán encontrar cualquier especie de atractivo. VII

He visto a una familia levantar su casa alrededor de un gran catre de bronce, en un potrero inundado. He aquí un ejemplo de lo que pudo ser la arquitectura en épocas prehistóricas. La humedad del medio en que se movían los constructores de modo aparentemente perezoso, como peces en un acuario, presagiaba el diluvio. Los instrumentos de trabajo y los materiales de construcción eran obsequio del azar. La vida misma allí parecía haber brotado por generación espontánea, del fluido terrestre, bajo una piedra. Algo les sobraba y algo les faltaba al hombre y a la mujer para constituir una pareja estrictamente humana; por de pronto no eran bien parecidos. Ningún ideal de belleza masculina y femenina habría podido amoldar esa materia de gran grueso, demasiado seca. Aunque vestían con extrema pobreza y sin el menor atildamiento, daban la sensación de andar en cueros, en una desnudez invicta, contra la que simplemente chocaban, impotentes para cubrirlas, sus ropas zurcidísimas.

Pensé que Adán y Eva no empezarían de otro modo su nueva vida, a infranqueable distancia del Paraíso. Todo estaba contra ellos. Sin embargo, pudo tratarse de una pareja de enamorados que, envueltos metafóricamente por una nube color de rosa se entregaban a la tarea de construir su nido, confiados y alegres. Nada me impide pensar -aunque mi despecho por María no llegó a desearle el porvenir más negro y mi simpatía por Huacho y Pochocha aumente por momentos- que no hayan formado éstos la laboriosa pareja del terreno baldío. Un hombre capaz de exponer su seguridad personal por un desconocido e incapaz de manejar una bicicleta, cae, tarde o temprano, en el último círculo del infierno para instalar allí un paraíso a su medida. Si a ese mismo hombre lo acompaña una mujer en todo sin exigirle nada, puede dárselo por perdido: su ambición será igual a cero; no tardará en vivir como los lirios del campo en la medida en que ese género de existencia le está permitido a una criatura de carne y hueso. Mejor sería decir como un cerdo en el barro... Pero antes de permitírselo, un resto de lucidez mental lo obligará a probar suerte en cualquier oficio para el que no se necesite nada más que ponerse a la altura de un burro de carga.

En los alrededores de la estación a que he hecho referencia se reúne, entre otros, un grupo humano de los más típicos. A sus miembros, desnudos de la cintura para arriba, se les puede ver la mayor parte del día tendidos en la vereda, con la espalda apoyada en un paredón, frente a sus respectivos carretones de mano, en una ociosidad que los condena a rascarse los muslos y a desplegar los dedos de los pies.

Es una sociedad que acepta en su seno a cualquier tipo capaz de arrastrarse en dos ruedas de su propiedad el primer peso que se le presente, arriesgándose, en ciertos casos, a una muerte miserable.

Los accidentes tienen lugar en los mejores momentos; cuando nuestro hombre viene de bajada, ligero y liviano como un canguro, olvidando, en los brazos de la velocidad, que no puede frenar su carromato ni librarse de éste llegado el peligro. A la cabeza del vehículo, preso entre las varas y el asidero, debe correr su misma suerte como un centauro la de su parte de caballo. Este tipo de cargadores gusta de trabajar colectivamente, en ciegas y sudorosas filas indias para insultar al unísono a los automovilistas. La solidaridad gremial es entre ellos conmovedoramente incorruptible y entristece pensar que desaparecen uno tras otro, día a día, como los especímenes de una especie perseguida por el hombre. Raramente solicitados ya, se lo pasan la mayor parte del día rascándose los muslos y desplegando, en abanico, los dedos de los pies. Huacho debió abandonar esta alegre compañía en procura de un nuevo medio de existencia que condijera con sus años.

Envejecía junto a él envejecía Pochocha de modo más ostensible. La mujer vive menos que el hombre, es lo normal; muere poco después de haber ganado su batalla para no tener que recordarla hasta el olvido. Quiere llevarse con ella lo mejor de sí misma. Valga esta regla general tan llena de excepciones. Conviene que Pochocha se remonte al otro mundo abandonando en éste a un esposo desconsolado. Es improbable que su nombre, tan ordinario como desusado, se lea en una lápida de emergencia. Tardaría allí menos en borrase que en esa inscripción -obra de Huacho- donde aún lo retienen los colores de un arco iris descascarado y turbio. Por lo demás, ella se habrá sentido en vida predestinada a la fosa común, compensándola de la natural aceptación de este destino la certeza de burlarlo merced a la memoria irreductible de un viejo. Pero vuelvo al relato.

Imagino así la muerte de Pochocha, Año de vacas flacas. La pareja es incapaz ya de tolerar los rigores de la intemperie y, en un esfuerzo superior a sus economías, ha debido trasladarse a una pieza de conventillo, donde se consumen como dos velas frente a un ánima. No hay en esto ningún melodrama, sino un proceso natural que se cumple en medio de una tranquilidad quebrada por la tos.

Estamos en una jaula en que dos viejas catas de amor se despluman sin advertirlo, entretenidas en picotearse la cabeza. Pochocha ya no sale de casa. Está enferma desde hace años a consecuencia de sus trabajos innumerables. Espera, durante el día, a Huacho, sentada hieráticamente en su desdorado lecho de pirinola, las manos entrelazados en el regazo, los ojos fijos en la distancia.

Suelen visitarla algunas vecinas que le inspiran el deseo de reencontrarse a solas con su marido. Sus hijos, si los tiene, y una visitadora social de ocasión.

Hoy sabe que se va a morir y su impaciencia la llega a agitar débilmente. Si el viejo sigue demorándose no tendrá tiempo para pensar sino en él antes de irse. Y eso sería su último cargo de conciencia: desatender a todos esos fantasmas qaue se apersonan, por un instante, reunidos por fin, aglutinados bajo un mismo techo, para reconciliarse a pedido de los moribundos. Ella, como todos, tuvo alguna vez padre, madre, hermanos. Un hombre no tiene el derecho a usurpar el lugar de todos ellos. La aqueja una suerte de celos por ese espacio vacío -¿cómo era la ciudad?- que atraviesa un vendedor de flores en dirección a ella. ¡Pobre Huacho! Va a seguir viviendo; la traicionará hasta ese punto por el placer de arrastrar los pies; tomar el sol en la ventana y visitar a las amistades que le quedan, tantas como los dedos de una mano. Y, lo peor, no estará ella allí para...

¿Qué? Piensa si le dirá o no que de esa noche no pasa. Se siente mejor. Le duele todo el cuerpo, pero en lugar de padecer el dolor, lo recuerda.

Puede que mañana, en realidad, sigue viva, y sería tonto romper el encanto de esta última entrevista. Hablarán de todo, de nada. Va a regañarlo por su atraso. Se dormirán a un tiempo mancornados castamente en un abrazo frágil y seco. Y se despierta, despierta.

Pero le va a pedir algo. Cualquier cosa. Quiere de pronto que se le haga una atención definitiva. Tiene hambre. Un hambre entusiasta, fruto de todas las veces que la ha padecido. Cree tener un hambre de días y no puede morirse sin saciarla. Caprichos de vieja, saldos de estoicos embarazos. En un rincón de la pieza se aherrumbra una cocinilla para los casos extremos: suelen cortarles la vianda. Huacho tiene una mano de monja. Habría podido hacer carrera en cualquier bodegón. Todos los elementos indispensables brillan, es claro, por su ausencia. Pero, si mal no recuerda, por ahí cerca hay un almacén y se niega a creer que pueda estar cerrado, ahora para ellos. En cuanto a los pesos, confía en su marido. Suele traer algunos entre el desecho de las flores del fondo de la canasta; y hoy sí que la haría de oro entre el desecho en caso de haberle ido, como siempre, mal en el negocio. Comerán cazuela.

¡Cazuela! Lentamente entra el viejo a su cubículo precedido por los pasos que le adivina el oído finísimo de Pochocha. El frotamiento de sus grandes pies en los adoquines. Tare su mercancía intacta como una ofrenda funeraria. Pero la mujer ve, cree ver en esto algo parecido al gesto galante de un novio que acude a una cita amorosa con un gran ramo de flores bajo el brazo. Ha olvidado que en los malos días Huacho se demora en la trastienda de un bodeguero que lo emborracha por piedad, gratuitamente. Ahora, la vida le sonríe a la débil anciana con una sonrisa definitiva, de calavera. Y es posible que abra los brazos extendiéndoselos a su compañero como en los buenos tiempos inmemoriales.

Idílico es también para ella el gesto con que Huacho arroja la canasta al suelo y se precipita como para abrazarla, a trastabillones. En realidad el viejo no atina a nada. Lo agita -lo paraliza- ese miedo infantil por lo desconocido. El agobio del adulto ante lo inevitable: el anonadamiento de la ancianidad llegado el cumplimiento de todos sus plazos.

Pero Pochocha ha retomado por fin el hilo de un romance que se reanuda febrilmente en un rescoldo de palabras entrecortadas. Habla sin ton ni son, en ese lenguaje afiligranado lleno de sub y malentendidos que burbujea, hierve y se volatiliza al calor de íntimas reconciliaciones, como un cocimiento de pompas de jabón.

Luego, embarazada por un silencio que no encuentra va por dónde romperse, vuelve a su idea luminosa. A su capricho. En medio de la pieza Huacho es un viejo moscardón aturdido que gira en redondo desplomándose, sin saber cómo salir de cualquier parte para entrar a cualquier otra. Se aferra a la primera ocurrencia que se le ofrece y todo su problema se concentra, por un momento, en la preparación efectiva de esa absurda cazuela. No piensa -es incapaz de ello- en recurrir a nadie más idóneo que un almacenero inabordable pasada la medianoche. Su protector duerme en lo alto de una casa hermética, muy lejos de allí; pero tendrá que llegar a él y arrancarle un último servicio. Cueste lo que costare. Cuando Pochocha pierde en su oído los pasos casi livianos de Huacho -el tropezar- de sus grandes pies en los adoquines-, comprende que ha cometido el error más grande de su vida. Ve en todas partes platos sucios, a medio comer, que se acercan y se alejan de ella, por sí solos, con violencia. En el vacío en que desvaría todo adquiere la blandura de alimentos corrompidos, las sábanas hieden. La tierra misma se licúa, grasa, aceitosa y pútrida, las manos cucharean, el cuerpo es todo boca. Y Huacho... un punto a la distancia. Un punto muerto.

Lo llama sin voz. El catre de pirinola empieza a bambolearse, desatracado, como si se lo llevara la corriente. Ella se alza en un espasmo. Va a caer al suelo, pero ya no lo sabe. Está a salvo de todo peligro.


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